Villar Arellano
El título de este álbum ilustrado le queda que ni pintado a su autora. Marta Altés es toda una artista y su talento consigue el prodigio de hacernos sonreír, enternecer, reconocer, imaginar, temer… y deslumbrarnos con una propuesta aparentemente sencilla pero rebosante de ingenio y de impecable factura.
Su envoltorio, en efecto, podría parecer muy básico. El argumento nos presenta a un niño pequeño que se divierte experimentando con el arte mientras su nerviosa madre trata de mantener la calma y el orden ante la onda expansiva de tan desbordante creatividad. Este planteamiento se desarrolla en unas pocas páginas ilustradas a todo color, con un formato de álbum que añade atractivo a la lectura. ¿Eso es todo? Por supuesto que no, por eso la autora es una artista. Altés despliega todo un arsenal de recursos y los utiliza para ejercer su poder y narrar, sugerir y emocionar.
En primer lugar, el texto —un monólogo del protagonista— permite al chaval desahogarse con el lector. Todos los artistas se sienten, a veces, incomprendidos. Es lo que le pasa al narrador con su madre, una mujer llena de arte pero con “una manera muy distinta de ver las cosas” a la de su hijo. El pequeño genio va exponiendo sus dificultades de comunicación, esa falta de entendimiento creativo.
Pero aún hay más. Las ilustraciones dan el genial contrapunto al texto, aportando una nueva perspectiva al relato, un tono irónico que modifica nuestro papel como lectores, haciéndonos pasar de cómplices de las confidencias infantiles a asombrados espectadores de una divertida y catastrófica historia. Así, donde el protagonista habla de su autorretrato múltiple, las ilustraciones nos muestran un espejo roto (supuestamente de un balonazo) que, efectivamente, divide la imagen en cien fragmentos. La falta de entendimiento desvela así todo su disparatado sentido, provocando la risa y la admiración.
El humor preside cada página, proponiendo dos miradas, dos versiones diferentes de una misma realidad: la visión idealizada y sublime del artista frente a la perspectiva prosaica, limitada y un tanto ansiosa de la madre. A lo largo de este recorrido, el lector es testigo del desenfrenado impulso creador del muchacho. Su inspiración no conoce límites: la naturaleza, los colores, el movimiento, las texturas y formas…
El estilo gráfico de Marta Altés subraya este carácter humorístico. De línea naif, las técnicas utilizadas (lápices de colores, convenientemente “enriquecidos” con acuarelas), aproximan su trabajo al lector infantil, efecto que se remarca con el uso de dibujos esquemáticos para las creaciones del protagonista. La ausencia de fondos hace resaltar a los personajes, sus acciones y las consecuencias. El resultado son páginas muy dinámicas, alegres y coloristas.
No faltan en este maravilloso álbum pequeños homenajes a los grandes genios del arte (el bigote de Dalí, la camiseta de Picasso o los móviles de Calder), así como los títulos que parodian el lenguaje grandilocuente de los artistas (La soledad de la zanahoria abandonada) o las etiquetas del arte abstracto (Azul nº 10, 11 y 12).
En resumen, una magnífica obra llena de matices que ejemplifica la profunda riqueza de este género y su largo alcance en manos de ilustradores como Marta Altés. No sabemos si su infancia fue como la del protagonista, pero no tenemos ninguna duda acerca de la madurez de su arte y de su talento para conectar con la inteligencia infantil. Sólo así se entiende esta hábil combinación de inocencia y transgresión, vandalismo y ternura: Arte Altés.
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