martes, abril 29, 2014

El hombre sin rostro, Luis Manuel Ruiz

Salto de página, Madrid, 2014. 220 pp. 16,90 €

Sofía Rhei

«Morir es el único acto de sinceridad de todos los seres humanos: nadie lleva máscara.» 
Estas son palabras de Irene, la atrevida señorita decimonónica aficionada al boxeo y a la conducción temeraria. Irene aparece en la portada de la novela “al volante de un mercedes último modelo” sembrando el pánico en la Calle de Alcalá, en un dibujo que recrea una fotografía dentro de lo que simula ser la portada del diario “El planeta”, fundado en Madrid en 1871.
Basta echar un vistazo a esta portada, de tentador diseño, para ir intuyendo algunos de los ingredientes que encontraremos en esta novela: toques de humor, una reconstrucción de época fiel y documentada en la que se deslizan los engranajes de la fantasía o la ucronía, acción a raudales, personajes que rozan lo extraordinario o lo definen plenamente, y, como trasfondo, una reflexión acerca de la ficción en el más amplio sentido de la palabra.
Si, como dice Irene, morir es el “único” acto de sinceridad de un ser humano, entonces debemos pensar que el resto del tiempo que pasa desde que alguien nace lo dedica al embuste. Toda esta novela puede leerse como un gran canto a lo falso, a lo que finge ser otra cosa, ya que este tema se explora desde al menos cinco puntos de vista (que seguramente sean más): las vidas falsificadas de dos periodistas, supuestos adalides de lo documental y lo verdadero; la equívoca naturaleza accidental de determinados eventos; la cualidad de sospechosos constantes de todos los personajes del relato (cuando no todos pueden ser culpables al mismo tiempo); la ya mencionada introducción de elementos ficticios en la ambientación realista, y un último elemento, de importancia vertebral en la trama, que el lector deberá descubrir por sí mismo, y que quizá esté relacionado con esa “máscara” de la que hablaba Irene.
Las herramientas que Luis Manuel Ruiz dedica a la recreación de época (Madrid, Barcelona y un pazo gallego) parten del mismo lenguaje utilizado, con personajes que emplean términos como “filípicas” o “quimera”, y se extienden en la minuciosa descripción de imágenes ambientales. Un trabajo de documentación que se adivina como muy placentero para el escritor completa la inmersión temporal, uno de los aspectos más memorables de la novela. Y precisamente por la calidad de esta inmersión, los elementos divergentes a la realidad histórica también poseen una verosimilitud fuera de lo habitual.
Lo cierto es que parece mentira (guiño) que en solo doscientas veinte páginas puedan comprimirse semejante cantidad de eventos, accidentes, causas, efectos, hipótesis, encuentros, desencuentros y excepciones. «No me interprete mal, pero soy de la opinión de que con nosotros usted corre menos peligro que en compañía de un anciano con tendencia a la distracción, un químico con gafas, un criado de doscientos años y el encargado de una casa de campo que sufre cataratas.»
La respuesta seguramente esté en el uso magistral que hace el autor de lo que podríamos llamar “el presente de la escritura”. Cada párrafo está narrado con una intensidad que reconstruye la vividez del tiempo real. Luis Manuel Ruiz no es de los autores que se recrean en flashbacks, en lentas memorias o en fantasmas del pasado, y tampoco pertenece al grupo de escritores apresurados que sobrevuelan la acción de manera elíptica, deseando llegar al resultado final o futuro. Luis Manuel Ruiz es un escritor del presente, en todos los sentidos de la palabra, y en su presente se condensan, en un equilibrio perfecto, la recreación y la memoria con la innovación y la búsqueda.

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