Julia T. López
«La nostalgia es ese mal extraño que nos hace dolorosamente felices, una especie de alegría triste por las cosas que no podrán arrebatarnos porque ya las poseíamos y, aunque han dejado de existir, siguen ahí, inmutables». Esta frase de la novela Todo lo que una tarde murió con las bicicletas, de Llucia Ramis, sintetiza el espíritu que impregna las páginas del mapa genealógico al que el lector se asoma de la mano de la narradora. Ella, una mujer de treinta y cinco años, sin trabajo y sin pareja, regresa a la casa familiar para reflexionar y empezar de nuevo, con la esperanza de que su vida se encarrile y su carrera le permita independizarse otra vez. Durante ese lapso estival, que transcurre entre la mansión veraniega de Arnao y su casa de Mallorca, la protagonista va recordando, en breves secuencias, episodios de su infancia y adolescencia, de la vida de sus padres y de sus abuelos; los paternos, originarios de Mallorca, y los maternos, de procedencia belga, que poseían una empresa minera en Asturias.
Con un lenguaje sencillo y tejido como un visillo a través del cual se vislumbran retazos del pasado, los capítulos se suceden igual que las fotografías colocadas en un álbum, organizadas por títulos evocadores de aquello que retratan. Y el ojo de la cámara lleva el filtro subjetivo de la voz narrativa, personal, que disecciona, a veces con afilado bisturí, la historia de una familia burguesa cuya fortuna ha ido transformándose con los tiempos, a lo largo de cuatro generaciones.
El hermoso título elegido hace referencia a un verso de Pere Gimferrer y evoca, justamente, el término de una etapa: por un lado, la del fin de la infancia y la juventud; por otro, la de la prosperidad de una familia que seguía las directrices sociales del capitalismo burgués que, curiosamente, vuelve a enseñar los dientes al más puro estilo decimonónico con la crisis de 2008.
La autora nos presenta un retrato lúcido, sintético y emotivo, de la clase media europea sometida a los vaivenes del siglo XX, desde la monarquía de Alfonso XIII hasta el fin del franquismo y la democracia neoliberal, cuyo crack financiero hace encallar a la protagonista y con ella a toda la generación nacida en los setenta. Su educación, basada en la creencia de que una buena formación y el trabajo bien hecho eran el medio para vivir con holgura e independencia, en una sociedad del bienestar más justa y moderna, se ve cuestionada por las nuevas premisas de lucha por la supervivencia en un entorno sin reglas, sin recompensas claras al esfuerzo, sin respeto por la justicia social o económica. La novela nos habla de la crisis de valores que el siglo XXI ha planteado con sus objetivos de flexibilidad laboral, competitividad, adaptación a un entorno globalizado, cambiante y, en general, marcado por la inestabilidad familiar y profesional, que se ha convertido en signo de los tiempos.
La narradora describe con agudo realismo e ironía, su vuelta a la casilla de salida, dentro de ese ciclo histórico que se repite y que ensalza o deja caer a familias y a personas en su imparable avance. Desde ese punto de partida en el que se encuentra de nuevo, con la sensación de haber sido estafada por su propia educación, la protagonista repasa, con nostalgia, lo que el tiempo ha ido construyendo y destruyendo a su paso, a lo largo de los años; aquello a lo que se refiere el título y que no va a volver: los descubrimientos infantiles, las conversaciones de los adultos, las primeras experiencias de amor, celos, miedo o extrañeza. Las canciones, películas, juegos y programas de televisión que fueron afianzando ese aprendizaje generacional entre los ochenta y los noventa, que parece haberse quedado obsoleto en el nuevo orden del futuro, del siglo XXI, que no se vislumbraba siquiera aún a finales del siglo XX. Porque el tiempo y sus momentos congelados en las imágenes narrativas de este álbum, se presenta como un ser móvil, retráctil, juguetón y cruel, que se divierte desconcertando al ser humano, manipulándolo como si fuera una ficha de parchís en su tablero, a la que pudiera perseguir, burlar o comerse para devolver a la primera casilla. El tiempo es el que trastoca el orden de las cosas, el que las deteriora, el que permite, en su transcurrir, que las mentalidades cambien, que maduren, que las personas se enamoren, tengan hijos, se separen, funden empresas, se enriquezcan, lo pierdan todo, cometan los mismos errores de antaño, envejezcan o mueran. El tiempo es quien siempre nos deja con la miel en los labios, el que nos permite, en el futuro, añorar el pasado y caer en la cuenta de que nunca seremos los mismos y de que lo de ahora es consecuencia inaudita de lo de ayer.
Llucia Ramis va pasando las páginas de su emocionante álbum, escrito con un lenguaje impecable y delicado, mientras contagia al lector del sentido nostálgico de la vida, de la sensación de que el presente es incomprensible, inconcluso e insatisfactorio porque se ha llevado la realidad del pasado y a sus seres queridos como eran entonces, se ha llevado aquello que ya no existe pero que parecía ser lo único a lo que aferrarse para comprender el mundo.
El paso del tiempo como trampa y engaño, como ladrón de lo que somos, de todo lo que una tarde murió con las bicicletas, es el tema central de esta estupenda narración que es más un homenaje a la memoria que a la trama, y que hará disfrutar a todo aquel que se atreva a abrir sus páginas y observar sus fotografías perfectamente colocadas y anotadas. Será, además, una lectura catártica y agridulce para aquellos que, como la protagonista, pertenezcan a esa generación “sobradamente preparada” y, ahora, bastante desorientada, que pasó su infancia viendo Un, dos, tres… responda otra vez los viernes por la noche, Barrio Sésamo todas las tardes, y La bola de cristal, los sábados por la mañana. Que se enamoró con Dirty Dancing y que pudo acudir al estreno de Rebeldes en los cines del país. Para ellos, esta novela será también un paseo nostálgico por sus propios recuerdos.
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