Ignacio Sanz
Hace años un amigo me habló con entusiasmo de Ricardo Menéndez Salmón, de su pasión contagiosa por la literatura, de la limpieza y el fulgor de su prosa. No me quedó más remedio que catar a Ricardo. Han pasado los años, tampoco tantos y Menéndez Salmón sigue fiel a sí mismo. La suya es una narrativa atravesada por la reflexión y el conocimiento.
«Contemplada desde el cielo, Creta recordaba a un pez arcaico, de una edad oscura, una especie extinta de un monstruo marino que hubiera encontrado su lugar en las viejas cosmogonías junto a los dioses, los titanes, el amanecer de la cultura.»
La novela objeto de este comentario está dividida en tres partes que se complementan. La primera, “La herida” es un relato largo que describe la enfermedad y muerte de un hijo. El lector queda atrapado por la angustia, la sinrazón, el dolor y el sondolor del que hablan los campesinos segovianos, es decir, ese dolor profundo que escuece y contamina todas las cosas hasta arrastrar a la vida por las veredas de la enajenación.
La segunda parte, “La cicatriz”, describe episodios de la infancia de Jesús de Nazaret con variaciones que lo traen hasta el presente. Si la infancia es el tesoro de cualquier vida, cómo es posible, se pregunta el narrador, que se nos haya hurtado la infancia de Jesús, cuyos episodios de su vida adulta, conocemos hasta la extenuación.
Cierra la novela, “La piel”. Y nunca mejor dicho lo de cierre. Porque el lector podía llegar algo desorientado hasta aquí, incluso algo escamado con el autor por el giro desconcertante que suponen los relatos de “La cicatriz”. Sin embargo el encuentro de Helena y Antonio en Creta durante tres semanas del ardiente verano, envuelta ella en cierto halo de misterio mientras que él aparece marcado por un perfil aventurero o romántico que deviene luego en desafección, derrota y melancolía. Pero el lector descubre entonces que todo tiene sentido, que los relatos que conforman «La cicatriz, relatos entreverados de ensayo, fueron escritos como parte de una curación. Porque como ya se señalara en “La Herida”: “Y se dijo que quizá la literatura no fuera sino otra forma de religión, otra práctica supersticiosa mediante la que se combatía a la muerte como un arma fantasmagórica: la palabra.»
Ricardo Menéndez Salmón es un excelente creador de atmósferas, un depurado prosista capaz de conmovernos con el dolor que imprime a sus personajes. Aunque, en ocasiones, su erudición puede poner en peligro la fuerza narrativa de sus personajes. Sucede en aquellos momentos en los que el conocimiento entra en colisión la fiesta propiamente narrativa, es decir, con la novela. Pero, al final, el lector acaba cautiva. Finalmente tal ha sido mi experiencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario