Ángeles Prieto Barba
En algunas entrevistas recogidas en su Cartografía personal (1997), afirmó don Juan Benet que se puede optar por escribir con frases cortas, chispas apelando a la razón, o con frases largas, esas que sirven para comprender y transmitir la pasión, verdadero objeto de la literatura. Y como son éstas últimas las que proporcionan alimento al espíritu del lector, soy decidida partidaria de las mismas, especialmente tras la lectura de Dejar las cosas en sus días, elaborada mediante largos, amenos y penetrantes párrafos. Novela de sólida estructura, segura y madurada, por la que nos asomaremos a la historia de la familia Montañés desde dos puntos distantes en el tiempo, unidos a su vez por dos vasos comunicantes encarnados en dos personalidades fuertes como serán los venerables aliados de la heroína, una periodista de nuestros días llamada Aída.
Lo que nos puede parecer una historia compleja, pero nada más lejos porque de inmediato nos toparemos con fértiles y eficaces retratos de unos personajes principales muy bien trazados, disfrutando, comprendiendo y hasta intentado adivinar sus futuros comportamientos. Dejar las cosas en sus días apela en todo momento a la memoria, sin la cual nada somos, pero también al olvido necesario para seguir viviendo. Por eso está escrita a dos voces, la del presente con expresiones muy actuales y de corto recorrido como “choni poligonera”, y la del pasado, mediante una voz mucho más evocadora, dulce y poética para encubrir emociones dolorosas y secretas. El resultado por ello es una novela tapiz muy bien elaborada, de lenguaje cuidado, esa que sólo puede salir de la pluma de alguien que ha leído y escrito a conciencia durante toda su vida. Por eso no os extrañe que, aún tratándose de una opera prima, se haya publicado en una editorial de prestigio como es Alfaguara. Pues los argumentos son siempre comunes, ya están todos escritos, es en la forma de presentarlos y de atrapar al lector hasta el final y sin remedio, donde radica el magisterio que esta narración nos proporciona. Por ello es preciso advertir previamente que no estamos ante otra novela que evoca esa Guerra Civil perpetua de buenos y malos, de la que muchos lectores ya estarán más que cansados, sino ante un aplicado ejercicio literario sobre el peso del pasado y las sombras de la memoria en un equilibrio nada sencillo, porque en esta novela presente y pasado tienen distintas lecturas y diferentes ritmos. Y del tema principal, sólo hasta aquí debo contar.
Sí señalaré que el otro gran atractivo de esta novela sin dudarlo es Asturias: paisajes, costumbres, habla y personajes. Porque en los dos tiempos en los que se desarrolla esta novela grandiosa, la autora nos describe un Gijón activo e intenso en el paseo del Muro o en la plaza del Parchís, contrastado con el poblado minero de Bustiello, moderno enclave industrial en su época, sin el cual no puede entenderse la prosperidad del primero. El retrato y la evolución histórica de este último lugar es casi fotográfica, magistral, como si estuviéramos allí sin haber puesto un pie. De hecho, la casa de Pomar tan bien descrita, la podemos hoy día visitar y comprobar con cuánta fidelidad ha sido retratada, considerada como otro personaje más, imprescindible para el desarrollo de la historia.
Aunque al final sí que encontramos un handicap grave a esta novela y es la altura que alcanza, razón por la cual la terminamos todos con los dedos cruzados, esperando que no suponga lastre alguno para una próxima entrega de esta autora tan brillante y de la que ya esperamos tanto.
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