Miguel Baquero
Muchas veces pienso que, igual que si arrimamos las narices a —es un ejemplo— el monasterio de El Escorial sólo vemos un bloque de granito, o si nos acercamos demasiado a un cuadro pongamos de Dalí no apreciamos sino manchurrones de pintura, así la excesiva cercanía temporal con las cosas (las personas, los libros) de los que somos contemporáneos nos engaña respecto a su apreciación. Es muy difícil apreciar un cuadro o captar la verdadera grandeza de un edificio si no retrocedes varios pasos y lo contemplas desde una cierta distancia. Olvidémonos aquí de las alharacas publicitarias, esos espejos deformantes que por norma engordan o estiran o incluso cimbrean los objetos que se le ponen por delante; en general, resulta «extraño», suena «raro» concluir que un libro que acaba de salir y tú acabas de leer, escrito por alguien de tu edad y donde, para colmo, se nombran aspectos de tu vida cotidiana, pueda ser una obra importante y duradera. Nos falta la perspectiva del tiempo, que todo lo va recolocando en su sitio.
Pues bien, pese a todo ello yo opino que Las sumas y los restos, el último poemario de Ana Pérez Cañamares (y que por unanimidad, según reza en el «Acta del jurado» con que se abre la obra, ganó el último premio Blas de Otero), es un libro llamado a permanecer (a poco que la respeten los caníbales de la distribución). Estoy convencido de que en un futuro se seguirá leyendo y que ha ingresado en el exiguo censo de las obras que pueden perdurar. Así lo creo, sinceramente, porque creo que abunda en méritos, en logros; porque creo que es una obra básica, en el sentido de que toca elementos fundamentales, trasciende la anécdota, alcanza la raíz. En el sentido de que nada hay de superfluo, todos los versos tienen, página tras página, una razón para estar ahí.
Y no hablo sólo de razones estéticas —aunque también, y por supuesto: el objetivo al fin y al cabo es, partiendo de la emoción, llegar a la obra de arte—. A este respecto, Ana Pérez Cañamares cuida de la estética de sus versos no mediante metáforas deslumbrantes y que, al fin, no dejarían de tener, como es lo común, un cierto toque efectista. Antes bien, a menudo se sirve de imágenes cotidianas, insulsas en principio, imágenes, por qué no decirlo así, «barriobajeras», como una tormenta en medio de un partido de fútbol, un perro ladrando en un balcón, una lavadora que suena una mañana soleada… destellos en medio de la grisura de la vida corriente, manifiesto continuo de que la poesía no crece exclusivamente en ciertos terrenos ajardinados sino entre las junturas de los edificios y quizás antes que en ningún sitio en los descampados de las afueras de la ciudad. Y junto con esta recolección calma —no agotadora, no fatigosa para el lector— de imágenes sencillas pero significativas, está la musicalidad que la autora ha sabido imprimir a los versos. Las sumas y los restos va «sonando» según avanza, con una música poética que al final, cuando uno cierra el libro, descubre que ha estado ahí prácticamente todo el tiempo, que se ha instalado no sabe en qué parte, ha estado vibrando al fondo, ayudando a que avanzaran los poemas, y ahora la echa de menos. Porque la poesía es emoción, por supuesto, originalidad, sinceridad, desgarro a veces, pero sobre todo es música, y quizás en saber extraer esa música distinta e indefinible está el factor diferencial.
Junto con esta refinada estética, Las sumas y los restos es un libro sobresaliente por la verdad y la humanidad sobre la que está construido. Es un libro verdadero porque, poema tras poema, se va advirtiendo —y hacia el final resulta evidente— que la autora se está desmenuzando ante los lectores, mostrándoles su interior, pero sin ese —de nuevo aquí la contención y la mesura de una poeta en su madurez creativa— exhibicionismo que tantos buenos poemarios ha malogrado. De hecho, el libro al cabo se nos descubre como un trayecto que no solo se anuncia con la progresión de los sucesivos capítulos —que concluyen con «Los tesoros»— sino que ya el mismo título nos pone sobre la pista. El poemario parte de la insulsa realidad, donde todo se suma mecánicamente, y va depurándose palabra a palabra hasta llegar a ese «Los tesoros», a ese «Los restos» que constituye el recuerdo de los seres que un día quisimos, aunque también odiamos, o mejor, despreciamos, porque no se trata de edulcorar nuestros sentimientos, sino de hallar esa autenticidad que pese a todos los golpes del tedio late en el fondo de cada uno, eso que somos nosotros mismos y que quienes nos precedieron nos han ayudado, seguro que inconscientemente, pero movidos de una incomprensible humanidad, a construirnos.
Ese camino, absolutamente poético, de búsqueda del propio germen en el que se interna la autora, y que acaba con unos versos sencillamente esplendorosos: «Vuestras manos / algún día / colgarán de mis brazos», es un camino que acabamos sintiendo como propio, como nuestro también. Un camino que se ha ofrecido, generosamente, a cualquier lector, y del que yo invito a disfrutar a quien lea esto, en la confianza de que, como yo, habrá muchos que piensen hallarse ante una gran autora y ante un poemario excepcional.
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