Pedro Luis Ibáñez Lérida
La literatura en ciertas ocasiones, nos reporta a los lectores un estado de plenitud ciertamente inefable que crece sordamente en nuestro interior conforme la lectura va precipitándose como llovizna o calabobo. En esa relación, no transcurren demasiadas páginas para tener conciencia de que nos enfrentamos a una obra de mayor o menor entidad. Sin embargo ese estado de gracia lectora del que hablo, no se halla salvo con aquéllas que nos sacuden de pies a cabeza en grado suficiente para perseverar en la lectura, colmarla de satisfacción y calmarnos la ansiedad degustándola, antes de consumar el expectante final. Eso es lo que sucede con esta obra. El prestamista, de Edward Lewis Wallant deja intacta las vestiduras sociales de los personajes que palpitan en sus páginas, para incursionar en los habitáculos oscuros de la conciencia. Las tragedias individuales que deambulan precipitadamente por la casa de empeños regentada por Sol Nazerman, perfilan las coordenadas existenciales de la exclusión. Atracados sobre el mostrador como barcos desvencijados, muestran las inútiles pertenencias o los objetos robados para ser ponderados por el taciturno judío o por su ayudante y aprendiz, el extrovertido hispano Jesús Ortiz. Nos encontramos en la calle 125, de East Harlem, barrio neoyorquino. La vida que retrata el autor nos produce cierto desasosiego. Trazas de un tiempo de miseria y desolación, encarnado en los rostros difuminados de una clientela que es ajena al drama que vive en silencio el tasador. Comercian el valor de la inutilidad de los utensilios que portan como si fuesen exvotos, pues el propio prestamista se considera así mismo un cadáver en pie. En cierta manera son restos del naufragio de sus vidas, que depositan en aquel lugar donde "todos los relojes zumbaban o marcaban el tictac de un tiempo anónimo". Es el tiempo sin acontecimientos, sin vida.
El pasado vomita dolor. Un dolor soterrado en la memoria infame que persigue implacablemente a Sol Nazerman. Apenas le deja conciliar el sueño que, en no pocas ocasiones, se transforma en pesadilla. Y en la que describe con pasmosa naturalidad el horror de los campos de exterminio nazi. En los que murieron, entre otros, 6 millones de judíos. Escenas en las que el pavor se clava con punta de acero y sentimos que algo se retuerce dentro de nosotros. Allí perdió a su esposa e hijos. Allí olvidó seguir viviendo. Sobre sus hombros descansa la tormenta de la que no puede guarecerse ni encontrar alivio. La tristeza se ha instalado de forma permanente en su día a día. De esa manera sobrevive, sin vocación de futuro, sobrepasado por la culpa que rumia constantemente por no haber muerto también. No hay expiación posible. De ahí que reflexione de forma descarnada sobre la realidad que le consume. Es consciente de ello, pero es áun mayor la desesperanza.
Los penosos recuerdos van trenzando el carácter adusto, severo y desdeñoso que emplea con sus clientes, con su familia, con el mundo. El espanto que experimentó en sus propias carnes, le hace desconfiar de todo y de todos. «Ojalá la tierra tenga suerte y todos sean estériles», reprocha a sus clientes a quienes no aguanta y de quienes se ríe con mandíbula fúnebre. La risa desquiciada de quien transita por una locura pasajera. Es la consumación del mal. La risa del diablo. Es la horrenda evocación del historiador checo Otto Dov Kulka, cuando describe los recuerdos infantiles de su paso por Auschwitz y que dan título a su reciente obra, Paisajes de la metrópoli de la muerte.
Ejerce su tópico oficio en tal estado de bancarrota emocional que no le permite mantener una mera equidistancia moral con el delito ni recuperar su vocación académica ejercida en la Universidad de Cracovia antes de la guerra. Se encuentra atrapado por la total y absoluta indiferencia frente al presente más inmediato, y con un obsesivo empeño en preservar su intimidad. Entonces se alía con Alberto Murillio, un gánster que campa a sus anchas, que lo utiliza para el blanqueo de dinero. Aunque Nazerman tiene una visión muy personal de esta relación y el beneficio económico que contrae, con el que costea su casa en un barrio residencial donde guarda distancia con el resto de la mundo. Y en la que se hospeda con la familia de su hermana Bertha, a la que ayuda económicamente. La relación con éstos es practicamente inexistente, «La simpatía resbalaba de aquel hombre como agua por la porcelana╗. Su carácter huraño rehuye de las poses educadas y artificiales de los que componen su círculo de parentesco, en su afán de obviar el pasado y asentarse definitivamente en la sociedad norteamericana.
Edward Lewis Wallant es un perspicaz contador de historias que hurga con sapiencia en la sensible definición que cada ser proyecta para sí y los demás. La contenida expresión es precisa y ajustada para condensar emoción y reflexión, no sin cierto preciosismo psicológico que transmite subliminalmente. Se nutre de una observación milimétrica sobre el acontecimiento íntimo de los personajes. La atmósfera de sus descripciones expresa la presencia poderosa de sus protagonistas. Nos atropella con la aparente, recurrente y vehemente intromisión al condensar estilo y naturalidad. Apenas sin esfuerzo acomoda al lector, de forma y manera atenta y minuciosa, en la parte velada de los personajes. Una vez adentrado en ellos, se intensifica el proceso de absorción. La lectura evoluciona con sus propios enigmas que incorporamos inconscientemente para sí. He aquí la grandilocuencia de un trabajo literario que brota en la sedienta pupila del lector como alfaguara.
Preciada y definitiva obra en la que culpa y expiación sobrevuela cada uno de los universos humanos que la componen. La revitalización del presente no encuentra acomodo mientras el pasado pese como la losa de una tumba, y mantenga su indeleble marca en el destino de cada ser humano. El superviviente del genocidio judío no concibe que la vida le haya dado la oportunidad de continuar disfrutando de cada amanecer. Los recuerdos se amontonan como túmulo de cadáveres y disponen esa pregunta sin respuesta ni compasión que martillea sus sentidos. El sufrimiento se resiste a cicatrizar. Es carne viva pero tumefacta. Sólo la humilde dimensión del ser humano en aceptar su fragilidad, logra resquebrajar la piedra en que convierte su corazón y restañar las profundas heridas que lo desangran.
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