Luis Borrás
Este es uno de los libros más bonitos –sin cursiladas-, más originales –sin excentricidades-, y mejor editados que haya visto últimamente. Un libro que va más allá de ofrecer buen papel y buena letra de molde, un lujo desde la portada hasta el diseño interior en el que encontraremos unas magníficas –sin excepción- ilustraciones de Sara Morante al inicio de cada capítulo o intercaladas en el texto a doble página o a página completa. Uno de esos libros objeto que envolver para regalo en un primoroso estuche de joyería cara.
Su título me recuerda que de niños hemos jugado con los Madelman o los Geyperman. Eran soldados, mercenarios o exploradores, pero no establecíamos con ellos ningún vínculo de paternidad. No eran bebés a los que había que darles la papilla, acunar y cambiar el pañal. Aquellos muñecos tenían barba y estaban pensados para luchar y morir con las botas puestas. Sin embargo lo de las niñas con las muñecas era muy distinto. Era un juego y una relación que imitaba la vida real. Y ese juego y su réplica llegaban al refinamiento más absoluto con una casa de muñecas. Era un juguete de niña rica, el facsímil de una vivienda con su mobiliario completo y su familia perfecta: “Señor con monóculo, dama camafeo y niño pálido y triste sin globo”. Esa reproducción siempre victoriana –no hay casas de muñecas de Ikea- es un escenario que tiene algo inevitablemente siniestro y macabro, un escenario con inmensas posibilidades que Patricia Esteban Erlés ha sabido ver y aprovechar maravillosamente. Decorado teatral al que Patricia, como directora de escena y dramaturga, le da vida independiente, mezclando el interior y el exterior, lo inanimado y lo real en algunos relatos geniales como “Manderley en llamas”, “La mujer de rojo” y “Palacio de muñecas”.
Y fuera de esa casa en este libro hay, claro, historias de muñecas. Porque esas niñas de pálida porcelana, rostro perfecto, rubios bucles y mirada “de vidrio limpio”, esas dulces muñecas de apariencia humana tienen igualmente algo siniestro. Y de nuevo Patricia acierta con el elemento y le saca provecho para darle vida a lo artificial y transformarlo en un terror muy original que surge de su inquietante inocencia, de su vida independiente a espaldas de sus dueñas.
Pero Casa de muñecas no es lo que parece, no es un libro monotemático; no es una colección de versiones mutantes de “Chucky” en viejos caserones góticos. Son cien microrelatos en los que Patricia mezcla ese miedo infantil, esa estética antigua y oscura de “Los otros” con escenarios y mujeres contemporáneas; un conjunto de breves piezas en las que hay suicidios, asesinatos, espectros, venganzas, muertos y fantasmas e incluso historias inspiradas en cuentos infantiles. El quinqué, las cortinas de cretona y el carillón junto a lavadoras, espejos, vehículos, tendedores y piscinas. La casa es a escala real y las muñecas son de carne y hueso. Niñas asustadas o perversas. Mujeres traicionadas, fuertes y resueltas. Y esos relatos modernos rompen con ese riesgo de tener la impresión de habernos perdido dentro del túnel del terror de un parque de atracciones. Acierto de Patricia al combinar su buena forma de narrar con la sangre y el fuego, el amor, los celos, las decapitaciones, el luto, las sábanas, los zapatos, el veneno, las sombras, los armarios, la niebla, los desvanes, el morado, los vivos y los muertos, lo clásico del género con la inspiración propia; habilidad que no evita por momentos cierta –y lógica con cien micros con el mismo argumento- sensación de repetición y empacho; porque cualquier fiesta bien hecha de Halloween puede atemorizar y estremecer al principio, pero tanto muñeco diabólico, tanto susto, tanto aparecido termina cansando y se convierte en maquillaje, peluca, salsa de tomate; déjà vu.
Y si en un libro de relatos resulta difícil mantener el tono y el nivel en uno de micros lo es mucho más, porque al ser literatura concentrada exige en cada página una idea impecable y una redacción sin una sola arruga. Y si bien Patricia en muchas ocasiones lo consigue con magníficos relatos de un terror escalofriante y agudo; con poderosas, evocadoras e ingeniosas imágenes en un par de líneas; en otros patina estrepitosamente al caer en cierta autocomplacencia que da por buenas hogueras de papel maché o al hacer de la muerte o el asesinato algo trivial, frívolo o incluso un mal chiste.
Resbalones que en ocasiones hacen tambalearse el libro, pero que al final no consiguen hacerle perder el equilibrio al ser más lo terroríficamente bueno que lo esporádicamente malo.
1 comentario:
Hay que reconocer que la pinta no podía ser mejor, desde la portada hasta la reseña que habéis escrito aquí.
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