Sel. y trad. Rubén Martín. Bartleby, Madrid, 2010. 207 pp. 17 €
José Luis Gómez Toré
Claudio Rodríguez ya advirtió en su día sobre los peligros de la poesía temática y recientemente Carlos Jiménez Arribas ha señalado con oportuna ironía que los temas son para las redacciones de colegio, no para los poemas. En efecto, el tema en un poema es, como mucho, un punto de partida, una dirección que quizá sólo cobra sentido en su propia disolución. De ahí el riesgo de toda antología temática: resulta difícil evitar el capricho en la selección de los poemas, que a menudo sólo tocan el supuesto tema del texto de manera tangencial, y es más difícil aún no caer en la superficialidad de la propuesta, como si la poesía se justificara por los temas que toca y no por la tonalidad de una voz irreductible a toda clasificación temática. La antología de Rubén Martín, sin embargo, constituye un acierto y ello probablemente por dos razones. La primera es que, en modo alguno, la elección de la muerte como núcleo irradiador de la obra de Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, EEUU, 1830-1886) resulta arbitraria: pocas veces he tenido la impresión de que una antología tan focalizada en determinados motivos amplia, en lugar de reducir, el horizonte de lectura de la obra. La segunda razón, dependiente de la anterior, es que el antólogo ha sabido ver que la muerte no es en la gran poeta norteamericana tanto un tema como un interlocutor privilegiado, y aún más un ámbito: ese espacio vacío sin el cual la palabra poética no puede desenvolverse. En estos magistrales poemas comparecen prácticamente todas las actitudes frente a la muerte: la muerte como llegada a la casa natal del Padre y la muerte como nada, la muerte como enemigo hostil y como vieja compañera, cuando no inconfesado e inconfesable amante... Los poemas de Dickinson, pionera en este sentido de buena parte de la poesía del siglo XX, parecen caminar de un silencio a otro silencio, una precariedad esencial que aparece bajo una nueva luz desde la mirada enigmática de la muerte.
Si la selección de los poemas convierte esta antología en una excelente introducción a la lectura de una de las voces fundamentales de la poesía de los últimos siglos, lo mismo puede decirse de la labor de traducción que lleva a cabo Rubén Martín: la escritura de Emily Dickinson resulta tan desestabilizadora para los usos cotidianos del lenguaje que el traductor se ve abocado con facilidad o bien a renunciar a toda labor interpretativa, o bien a domesticar una voz que, pese a su aparente discreción, es siempre audaz. En cambio, las traducciones que recoge este libro se inscriben en ese difícil equilibrio entre el esfuerzo de comprensión y el respeto a la extrañeza de una escritura que sigue siendo radicalmente contemporánea. «No es el Apocalipsis –lo que- espera,/ sino nuestros deshabitados ojos».
José Luis Gómez Toré
Claudio Rodríguez ya advirtió en su día sobre los peligros de la poesía temática y recientemente Carlos Jiménez Arribas ha señalado con oportuna ironía que los temas son para las redacciones de colegio, no para los poemas. En efecto, el tema en un poema es, como mucho, un punto de partida, una dirección que quizá sólo cobra sentido en su propia disolución. De ahí el riesgo de toda antología temática: resulta difícil evitar el capricho en la selección de los poemas, que a menudo sólo tocan el supuesto tema del texto de manera tangencial, y es más difícil aún no caer en la superficialidad de la propuesta, como si la poesía se justificara por los temas que toca y no por la tonalidad de una voz irreductible a toda clasificación temática. La antología de Rubén Martín, sin embargo, constituye un acierto y ello probablemente por dos razones. La primera es que, en modo alguno, la elección de la muerte como núcleo irradiador de la obra de Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, EEUU, 1830-1886) resulta arbitraria: pocas veces he tenido la impresión de que una antología tan focalizada en determinados motivos amplia, en lugar de reducir, el horizonte de lectura de la obra. La segunda razón, dependiente de la anterior, es que el antólogo ha sabido ver que la muerte no es en la gran poeta norteamericana tanto un tema como un interlocutor privilegiado, y aún más un ámbito: ese espacio vacío sin el cual la palabra poética no puede desenvolverse. En estos magistrales poemas comparecen prácticamente todas las actitudes frente a la muerte: la muerte como llegada a la casa natal del Padre y la muerte como nada, la muerte como enemigo hostil y como vieja compañera, cuando no inconfesado e inconfesable amante... Los poemas de Dickinson, pionera en este sentido de buena parte de la poesía del siglo XX, parecen caminar de un silencio a otro silencio, una precariedad esencial que aparece bajo una nueva luz desde la mirada enigmática de la muerte.
Si la selección de los poemas convierte esta antología en una excelente introducción a la lectura de una de las voces fundamentales de la poesía de los últimos siglos, lo mismo puede decirse de la labor de traducción que lleva a cabo Rubén Martín: la escritura de Emily Dickinson resulta tan desestabilizadora para los usos cotidianos del lenguaje que el traductor se ve abocado con facilidad o bien a renunciar a toda labor interpretativa, o bien a domesticar una voz que, pese a su aparente discreción, es siempre audaz. En cambio, las traducciones que recoge este libro se inscriben en ese difícil equilibrio entre el esfuerzo de comprensión y el respeto a la extrañeza de una escritura que sigue siendo radicalmente contemporánea. «No es el Apocalipsis –lo que- espera,/ sino nuestros deshabitados ojos».