Candaya, Canet de Mar, 2010. 136 pp. 14 €
María Ruisánchez Ortega
Lucas y Luna, Fígaro, Scoot, La gorda, Lucas, Nano y Simba, Los bizcochos, Moon y Lua, Colt, Tarah y Luk, Veermer y Lord, Tom, Luna, Boliche, Lola, Lucas, Little, Manolo, Yus y Gaspar, Luna, Frodo y Bosco, Luna y Lucas, Indi, Oscar y Carla, Susan, Manchita, Lucas Rosca Lucas Lucas Toby no Luna sí Luna Luna Luna y Lucas y Luna y Lucas y nadie más que Lucas y Luna. ¿Por qué todos los perros terminan llamándose Lucas y Luna? ¿Por qué todo el mundo pone el mismo nombre a sus perros? ¿Por qué todos hacen lo mismo: viven hacinados, compran pisos, tienen hijos y caminan con rumbo fijo sin preguntarse si le gusta el camino y mucho menos, el destino?
Esta es la historia de un paseante, cuya vida es el camino. No es una historia de emigrantes, es una historia de “libre pensadores” término en desuso que deberíamos redefinir como, dícese de la persona que no lleva vendajes en los ojos, que se cuestiona la existencia, los sueños, las metas, que es inteligente y capaz de ver al trasluz de los demás y que en la mayoría de los casos no encaja en el sistema porque lo odia, pero paradójicamente sufre por ello, convirtiéndose en un retratista crudo de las miserias propias, animales y humanas.
Pesimista y crítico, el protagonista nos ofrece un magnifico retrato del Madrid de hoy, el que transitamos todos, pero el que no todos vemos. Preñado de asco y admiración a partes iguales, Madrid se convierte en el tablero de juego de este personaje que no tiene más que resignarse a cruzarlo, de norte a sur, de Coslada a Alcorcón con la única finalidad de pasear perros para ganarse la vida. Un buen ejemplo de la manera en la que el autor describe, como tallando sobre las páginas las imágenes picudas y mordientes, podemos encontrarlo en el siguiente fragmento: La perra (la mascota) vivía en Alcorcón, un pueblo de la periferia madrileña convertido en ciudad. Ir hasta allí, sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la cruz roja de Europa del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con sus balcones blancos de barandillas de metal, esas prisiones de extrarradio que me recordaban el Cono Norte de Lima y a su imperio pacharaco. Cada vez que visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.
En este marco, la rabia del protagonista va en aumento al sentirse abandonado y desahuciado, por la que fuera su novia y compañera de viaje transatlántico, Laura Song. Una relación, ya vacía, con la cama sin hacer, comparable a un almanaque del que se caigan los días, uno a uno, sin razón aparente por estar, ni ser. Sólo días cayendo por los meses, acumulándose sobre un suelo, cada vez más lleno de páginas en blanco.
Una novela de personajes solos, en la ciudad del ruido, la algarabía, las luces, las maletas aún por deshacer en los hoteles o consignas de las estaciones, plagadas de gente nueva que llega a la urbe a encontrar lo que buscan, sin darse cuenta que primero tienen que encontrarse a sí mismos. Una ciudad de sonrisas, terrazas llenas y noches repletas de acordes, risas y conversaciones en la que cualquiera puede llegar a experimentar la más absoluta de las soledades, puede sentirse un expatriado de los chistes, las risas, los besos… por ostracismo voluntario.
Todos los personajes, dueños de perros o animales, esclavos de sus soledades, parpadean en Madrid, como una farola a punto de fundirse sobre un camino por el que ya nadie pasase. Fundida o no, a nadie le importaría ya, si funcionase. Una chica que colecciona autoayuda en sus estanterías sin saber realmente pedirla, un viejo que no quiere olvidar la sonrisa de un hijo que se fue, queriendo hacer su vida y que conserva con fastidio el único vínculo con él, un mapache enjaulado, Némesis y alter ego de nuestro protagonista a partes iguales. Una mujer que agoniza con su marido que muere, un jefe que no sabe, que no entiende, que no quiere… tan sólo son las puntadas de una costura que se ciñe a una ciudad habitada por todos, animales y humanos: perros, perras o mapaches huraños.
María Ruisánchez Ortega
Lucas y Luna, Fígaro, Scoot, La gorda, Lucas, Nano y Simba, Los bizcochos, Moon y Lua, Colt, Tarah y Luk, Veermer y Lord, Tom, Luna, Boliche, Lola, Lucas, Little, Manolo, Yus y Gaspar, Luna, Frodo y Bosco, Luna y Lucas, Indi, Oscar y Carla, Susan, Manchita, Lucas Rosca Lucas Lucas Toby no Luna sí Luna Luna Luna y Lucas y Luna y Lucas y nadie más que Lucas y Luna. ¿Por qué todos los perros terminan llamándose Lucas y Luna? ¿Por qué todo el mundo pone el mismo nombre a sus perros? ¿Por qué todos hacen lo mismo: viven hacinados, compran pisos, tienen hijos y caminan con rumbo fijo sin preguntarse si le gusta el camino y mucho menos, el destino?
Esta es la historia de un paseante, cuya vida es el camino. No es una historia de emigrantes, es una historia de “libre pensadores” término en desuso que deberíamos redefinir como, dícese de la persona que no lleva vendajes en los ojos, que se cuestiona la existencia, los sueños, las metas, que es inteligente y capaz de ver al trasluz de los demás y que en la mayoría de los casos no encaja en el sistema porque lo odia, pero paradójicamente sufre por ello, convirtiéndose en un retratista crudo de las miserias propias, animales y humanas.
Pesimista y crítico, el protagonista nos ofrece un magnifico retrato del Madrid de hoy, el que transitamos todos, pero el que no todos vemos. Preñado de asco y admiración a partes iguales, Madrid se convierte en el tablero de juego de este personaje que no tiene más que resignarse a cruzarlo, de norte a sur, de Coslada a Alcorcón con la única finalidad de pasear perros para ganarse la vida. Un buen ejemplo de la manera en la que el autor describe, como tallando sobre las páginas las imágenes picudas y mordientes, podemos encontrarlo en el siguiente fragmento: La perra (la mascota) vivía en Alcorcón, un pueblo de la periferia madrileña convertido en ciudad. Ir hasta allí, sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la cruz roja de Europa del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con sus balcones blancos de barandillas de metal, esas prisiones de extrarradio que me recordaban el Cono Norte de Lima y a su imperio pacharaco. Cada vez que visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.
En este marco, la rabia del protagonista va en aumento al sentirse abandonado y desahuciado, por la que fuera su novia y compañera de viaje transatlántico, Laura Song. Una relación, ya vacía, con la cama sin hacer, comparable a un almanaque del que se caigan los días, uno a uno, sin razón aparente por estar, ni ser. Sólo días cayendo por los meses, acumulándose sobre un suelo, cada vez más lleno de páginas en blanco.
Una novela de personajes solos, en la ciudad del ruido, la algarabía, las luces, las maletas aún por deshacer en los hoteles o consignas de las estaciones, plagadas de gente nueva que llega a la urbe a encontrar lo que buscan, sin darse cuenta que primero tienen que encontrarse a sí mismos. Una ciudad de sonrisas, terrazas llenas y noches repletas de acordes, risas y conversaciones en la que cualquiera puede llegar a experimentar la más absoluta de las soledades, puede sentirse un expatriado de los chistes, las risas, los besos… por ostracismo voluntario.
Todos los personajes, dueños de perros o animales, esclavos de sus soledades, parpadean en Madrid, como una farola a punto de fundirse sobre un camino por el que ya nadie pasase. Fundida o no, a nadie le importaría ya, si funcionase. Una chica que colecciona autoayuda en sus estanterías sin saber realmente pedirla, un viejo que no quiere olvidar la sonrisa de un hijo que se fue, queriendo hacer su vida y que conserva con fastidio el único vínculo con él, un mapache enjaulado, Némesis y alter ego de nuestro protagonista a partes iguales. Una mujer que agoniza con su marido que muere, un jefe que no sabe, que no entiende, que no quiere… tan sólo son las puntadas de una costura que se ciñe a una ciudad habitada por todos, animales y humanos: perros, perras o mapaches huraños.
1 comentario:
grax por la info
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