Trad. Sonia Hernández Ortega. Periférica, Cáceres, 2009. 88 pp. 12 €
Elena Medel
«Tenía miedo de que me viera como la típica romanticona que deshoja margaritas», confiesa la voz cantante. «Quería desaparecer para no molestarle, desterrar mis edulcorados sueños de jovencita, diluir el exceso de rojo primario hasta la transparencia. Tenía la fantasía de volverme como él, su doble en femenino, que encontrara en mí a la persona que apoya y comprende sus antojos». El Agrio es la historia de un amor como hay tantos iguales: chico conoce a chica, chico rastrea la guía telefónica para dar con ella, chico comienza a salir con chica, pero mientras tanto mantiene a su amiga más oficial.
Valérie y Bruno se esconden, viajan y fingen, ella traga sus cuentos japoneses —las excusas de él suponen los momentos más dolorosos de El Agrio— con resignación. Y, sin embargo, la mirada de Mréjen aplica una capa diferente a lo que ya sabemos: «Dios sabe cuántos años puede uno seguir enganchado a una historia. Pero basta con ser paciente, va a ser un proceso natural. Voy a mantenerme en un segundo plano, creo que eso le ayudará», saca en conclusión.
«Su sobrenombre era el Agrio y dibujaba su retrato con forma de limón. Había creado el icono en su ordenador». Ella le regala una máquina tragaperras construida con cartón y cinta aislante; su propio nombre le recuerda al camembert Vallée, y así lo envía a Bruno por correo.
Valérie Mréjen (París, 1969) es escritora y videoartista; el verano pasado se inauguró su primera exposición individual en España, La place de la concorde, en el barcelonés Palau de la Virreina. Literatura de nuevo, y es que Periférica ya editó otro título de Mréjen, Mi abuelo, un retrato generacional inspirado en la técnica del me acuerdo de Brainard y Perec, en un esquema al que también se recurre en El Agrio: batería de anécdotas y situaciones, de costumbres y de detalles —las esperas, las conversaciones, las caricaturas— en párrafos breves igual que fogonazos, que conforman un tótem y un todo.
El inicio nos presenta a una Valérie abandonada, «estábamos sentados en un banco cerca de los Halles, bajo una especie de pérgola de madera. Hacía buen tiempo. Me dijo ya no te quiero», a la que al final regresará en círculo, y la chispa establece la empatía. Bruno, en cambio, nos cae mal: petulante e ingeniosillo, simultanea a su pareja con Valérie y algunas de sus amigas, no valora los esfuerzos ni las atenciones de nuestra encantadora y rendida enamorada.
El Agrio, con sus pocas páginas, encierra varios libros: uno más evidente, sobre el amor, y especifiquemos y hablemos de amor oculto, de infidelidad, pero también de amor ciego y al límite, soportando los —muchos— defectos del otro y amplificando las —pocas— virtudes del otro, pero al mismo tiempo reflexiona en torno a las pequeñas cosas, a la desigualdad en las relaciones humanas, y se lee —sobre todo— de un dulce tirón.
Elena Medel
«Tenía miedo de que me viera como la típica romanticona que deshoja margaritas», confiesa la voz cantante. «Quería desaparecer para no molestarle, desterrar mis edulcorados sueños de jovencita, diluir el exceso de rojo primario hasta la transparencia. Tenía la fantasía de volverme como él, su doble en femenino, que encontrara en mí a la persona que apoya y comprende sus antojos». El Agrio es la historia de un amor como hay tantos iguales: chico conoce a chica, chico rastrea la guía telefónica para dar con ella, chico comienza a salir con chica, pero mientras tanto mantiene a su amiga más oficial.
Valérie y Bruno se esconden, viajan y fingen, ella traga sus cuentos japoneses —las excusas de él suponen los momentos más dolorosos de El Agrio— con resignación. Y, sin embargo, la mirada de Mréjen aplica una capa diferente a lo que ya sabemos: «Dios sabe cuántos años puede uno seguir enganchado a una historia. Pero basta con ser paciente, va a ser un proceso natural. Voy a mantenerme en un segundo plano, creo que eso le ayudará», saca en conclusión.
«Su sobrenombre era el Agrio y dibujaba su retrato con forma de limón. Había creado el icono en su ordenador». Ella le regala una máquina tragaperras construida con cartón y cinta aislante; su propio nombre le recuerda al camembert Vallée, y así lo envía a Bruno por correo.
Valérie Mréjen (París, 1969) es escritora y videoartista; el verano pasado se inauguró su primera exposición individual en España, La place de la concorde, en el barcelonés Palau de la Virreina. Literatura de nuevo, y es que Periférica ya editó otro título de Mréjen, Mi abuelo, un retrato generacional inspirado en la técnica del me acuerdo de Brainard y Perec, en un esquema al que también se recurre en El Agrio: batería de anécdotas y situaciones, de costumbres y de detalles —las esperas, las conversaciones, las caricaturas— en párrafos breves igual que fogonazos, que conforman un tótem y un todo.
El inicio nos presenta a una Valérie abandonada, «estábamos sentados en un banco cerca de los Halles, bajo una especie de pérgola de madera. Hacía buen tiempo. Me dijo ya no te quiero», a la que al final regresará en círculo, y la chispa establece la empatía. Bruno, en cambio, nos cae mal: petulante e ingeniosillo, simultanea a su pareja con Valérie y algunas de sus amigas, no valora los esfuerzos ni las atenciones de nuestra encantadora y rendida enamorada.
El Agrio, con sus pocas páginas, encierra varios libros: uno más evidente, sobre el amor, y especifiquemos y hablemos de amor oculto, de infidelidad, pero también de amor ciego y al límite, soportando los —muchos— defectos del otro y amplificando las —pocas— virtudes del otro, pero al mismo tiempo reflexiona en torno a las pequeñas cosas, a la desigualdad en las relaciones humanas, y se lee —sobre todo— de un dulce tirón.
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