Anagrama, Barcelona, 2010. 294 pp. 18,50 €
Coradino Vega
Hubo un tiempo en que ser escritor significaba participar del ajetreo de la vida, encarnar la voz contra la injusticia, construir la narración colectiva del nuevo estado o incluso hacer la revolución. Pero ¿qué es ser novelista en el siglo XXI? Ésa parece ser la pregunta que intenta responder Rafael Chirbes a lo largo de esta recopilación de ensayos, que lleva por subtítulo Leer y escribir, a pesar de las heridas y los desengaños. «A los narradores ―copio textualmente― se nos ha puesto un rico instrumental al alcance de las manos, pero no sé si eso ha sido siempre provechoso. Tengo la impresión de que, desde hace bastante tiempo, los novelistas muestran una excesiva preocupación por enseñarnos la mesa de carpintero que han recibido en herencia. Me cansa no poco que el narrador interrumpa a cada momento mi crucero para mostrarme su esforzada agitación en la sala de calderas (…) Del carpintero queremos una buena mesa, y no que nos explique lo complicado que resulta ajustar las piezas y recolocarlas». Por eso Chirbes trata de huir de esa «sobredosis de inteligencia» que él detecta en cierta literatura actual, y se limita a explicar cuál es su visión personal de la novela, aun sabiendo ―como empieza diciendo irónicamente― que quizás haya críticos que sepan más de lo escrito que el propio autor de la obra.
Así, lo que viene a defender Chirbes en Por cuenta propia es una manera de escribir que sirva de punto de encuentro entre lo público y lo privado, una experiencia pedagógica y ética (sin olvidar que ética es una palabra engañosa: «hablas de ética y parece que suenan los violines cuando ―hoy y siempre― la palabra lleva una ofensiva carga de desazón y violencia»), transida por el esfuerzo en soledad y que busque el desciframiento más que el consuelo. Un intento, como decía Pavese de la poesía. Una forma de encontrar una mirada propia para desvelar lo oculto tras los códigos dominantes. Una permanente huida de la complacencia y del poder. Una expresión de las tensiones del tiempo que nos ha tocado vivir. Un afán por encontrar nuevos moldes, por trabajar con otros materiales, o por trabajar con los viejos de otra forma. Y para ello, toma consecuente distancia con la literatura que refleja la «demoledora ligereza moral» del presente, con el esteticismo escapista, con el tono elevado de Benet o con la escritura autofágica que se encierra en su casa de muñecas y decide elevarse de la tierra, apartarse de lo público y abjurar de la inevitable responsabilidad civil que todo escritor, le guste o no, detenta. Chirbes prefiere ser testigo antes que síntoma de las dolencias de su época y, para serlo, se posiciona claramente: se adscribe a una tradición y se declara partidario de una narrativa atravesada por la historia.
Una y otra aparecerán entrelazadas a lo largo del libro a través de «La estrategia del boomerang» que, además de ser el título del ensayo introductorio, consiste en dar un salto atrás que nos ayude a descifrar los materiales con que se está construyendo el presente. De esta forma, en la primera parte (llamada «Maestros»), Chirbes reivindica La Celestina como primer eslabón de la novela realista española, como ejemplo perfecto de lo que Bajtin denominara «dialogismo», por traernos todo un mundo (el latido del tiempo en el que fue escrita) y por enseñarnos que las convenciones están, precisamente, para romperlas. Y para seguir con la teoría de que toda obra de arte es, en realidad, una relectura y una crítica de la historia del arte, el siguiente eslabón no podía ser otro que Cervantes, en el que Chirbes encuentra una fuerte desazón que se compadece mal con su repetido estilo apacible, y en el que también está el mundo entero que le tocó vivir, visto desde los márgenes: Cervantes fue el rey del matiz, el narrador que renunció a poseer autoridad y exponer un discurso unívoco. Toda la obra de Cervantes ―y no sólo El Quijote― es una clarificadora «impresión de vida», una magnífica manera de captar eso que se nos escapa con el tiempo, y una lucha titánica contra los métodos que se nos ofrecen, sabedora de que quien quiere contar su presente tiene que descubrir a la vez cómo contarlo. El tercer eslabón de la cadena, siguiendo por esta línea, tendrá que ser la novela del XIX. Y aquí Chirbes hace justicia al autor español más injustamente tratado a lo largo del último siglo. Su reivindicación de Galdós divierte porque, aún hoy, el peor insulto que se le puede hacer a un novelista que escriba en castellano es llamarle «galdosiano». El ensayo se titula «La hora de otros» y comienza con una curiosa cita de Ayala que explica muy bien cómo los jóvenes vanguardistas de los años veinte, influidos por la pureza estética orteguiana, decidieron que los presupuestos de la nueva narrativa no tenían que surgir al margen de Galdós, sino contra él. «Galdós se había convertido en paradigma de una literatura sin ambición estética, de estilo rasante y torpe, tan falto de matices como carente de profundidad psicológica.» Benito «el garbancero» o «el chapucero» no sólo lo llamarían los cachorros de la Generación del 27, sino también los viejos esteticistas de la del 98, los escritores oficiales del régimen de Franco, Benet, los seguidores de Barthes, los novísimos…, y cualquier enemigo de concebir el realismo como una «respuesta al presente», como una buena forma de «contar, mediante la ficción, la verdad de lo que pasa» (Lukács). En esas seguimos: sin tener en cuenta que lo que realmente se desecha cuando se denigra a Galdós, no es su falta de estilo, su novela meramente «informativa» (de nuevo Benet), su nula profundidad o aptitud innovadora, sino su posicionamiento ante la historia (pues se confunde a Galdós con la España sombría que él mismo denunció), y su manera de poner la prosa al servicio de lo que se cuenta, de explicarse mediante los otros en lugar de mirarse al ombligo. Eso, cuando no se habla de oídas. «Mi aprecio por Galdós es muy escaso», dijo Benet, «solamente comparable ―en términos cuantitativos― al desconocimiento que tengo de su obra». Porque ahí también radica la cuestión. En este país se ha leído poco y mal a Galdós (Ayala, Cernuda y Buñuel se dieron cuenta a tiempo), pues si no, difícilmente podría acusarse de estilo pobre o falto de innovación a alguien que utilizó el desplazamiento del punto de vista y el monólogo interior antes que Joyce y el ‘modernism’, o que dialogó con sus personajes antes que Unamuno o Pirandello. ¿Se imaginan que se lea de esta forma tan destructiva a Dickens en Inglaterra o a Balzac en Francia? El que ignora la historia tiende a repetirla. Y qué viejo resulta eso de querer separarse a toda costa, porque sí, porque somos jóvenes, de quienes nos han precedido.
La galdosiana concepción de la historicidad del alma, y su disolución de la retórica, hace que Chirbes conecte a Galdós con los novelistas de la Generación de los 50 (Aldecoa, de quien elogia la función restitutoria y artesana de la palabra en Gran Sol; el punto de vista pegado a tierra de Martín Gaite y su constante búsqueda de la verdad y la libertad personal; el Ferlosio de El Jarama; Martín Santos, etc.), para terminar, Marsé de por medio por supuesto, alabando la audacia en el hallazgo de nuevos moldes de un joven escritor como Andrés Barba: «Conseguía llevarme a pensar sobre el sentido de mi vida ―se replantea Chirbes tras la lectura de La hermana de Katia―; sobre la relatividad de los lenguajes establecidos que yo mismo uso, sobre la fragilidad de las formas de representación a las que me he acostumbrado».
Por último, hay una serie de artículos que defienden la vigencia de la novela («el reto sigue en pie: intentar ordenar en la densidad del lenguaje escrito los dilemas morales de nuestra época, aunque ahora sean los de un mundo ruidoso y superpoblado de imágenes»), una sentida vindicación de Max Aub y, a raíz de su centenario, una furibunda protesta sobre la manipulación de la «memoria histórica» por la clase política (y por los novelistas, a su servicio, que tratan de sentimentalizarla). El ensayo titulado «El principio de Arquímedes» sirve además para retratar, de forma magistral, la generación que Chirbes ha contado no menos magistralmente en sus novelas, su anclaje en la España reciente. Chirbes cuestiona duramente la transición (en una línea, podríamos decir, antitética a la de Javier Cercas en Anatomía de un instante), se enfurece con la oportunidad perdida por los gobiernos socialistas de los ochenta, y se rebela contra ese «algo pegajoso, blando, oficialista» de los últimos homenajes republicanos. Pero justo antes de acabar, cambia de tono y nos regala una sincera pieza que revela la relación autor-editor mantenida con Herralde desde que éste, en 1988, decidiera publicar Mimoun en Anagrama. Porque, para muchos, este libro será un regalo. No en vano, no todos los días se reencuentra uno y está tan a bien con sus padres… Para quien prefiera no verlo así no obstante, sólo pedirle que lea al menos esto que también dice Chirbes: «Un escritor debe pelear no con colegas (esa competición, en el peor de los casos, es trabajo del departamento de promoción), sino con su propia obra».
Coradino Vega
Hubo un tiempo en que ser escritor significaba participar del ajetreo de la vida, encarnar la voz contra la injusticia, construir la narración colectiva del nuevo estado o incluso hacer la revolución. Pero ¿qué es ser novelista en el siglo XXI? Ésa parece ser la pregunta que intenta responder Rafael Chirbes a lo largo de esta recopilación de ensayos, que lleva por subtítulo Leer y escribir, a pesar de las heridas y los desengaños. «A los narradores ―copio textualmente― se nos ha puesto un rico instrumental al alcance de las manos, pero no sé si eso ha sido siempre provechoso. Tengo la impresión de que, desde hace bastante tiempo, los novelistas muestran una excesiva preocupación por enseñarnos la mesa de carpintero que han recibido en herencia. Me cansa no poco que el narrador interrumpa a cada momento mi crucero para mostrarme su esforzada agitación en la sala de calderas (…) Del carpintero queremos una buena mesa, y no que nos explique lo complicado que resulta ajustar las piezas y recolocarlas». Por eso Chirbes trata de huir de esa «sobredosis de inteligencia» que él detecta en cierta literatura actual, y se limita a explicar cuál es su visión personal de la novela, aun sabiendo ―como empieza diciendo irónicamente― que quizás haya críticos que sepan más de lo escrito que el propio autor de la obra.
Así, lo que viene a defender Chirbes en Por cuenta propia es una manera de escribir que sirva de punto de encuentro entre lo público y lo privado, una experiencia pedagógica y ética (sin olvidar que ética es una palabra engañosa: «hablas de ética y parece que suenan los violines cuando ―hoy y siempre― la palabra lleva una ofensiva carga de desazón y violencia»), transida por el esfuerzo en soledad y que busque el desciframiento más que el consuelo. Un intento, como decía Pavese de la poesía. Una forma de encontrar una mirada propia para desvelar lo oculto tras los códigos dominantes. Una permanente huida de la complacencia y del poder. Una expresión de las tensiones del tiempo que nos ha tocado vivir. Un afán por encontrar nuevos moldes, por trabajar con otros materiales, o por trabajar con los viejos de otra forma. Y para ello, toma consecuente distancia con la literatura que refleja la «demoledora ligereza moral» del presente, con el esteticismo escapista, con el tono elevado de Benet o con la escritura autofágica que se encierra en su casa de muñecas y decide elevarse de la tierra, apartarse de lo público y abjurar de la inevitable responsabilidad civil que todo escritor, le guste o no, detenta. Chirbes prefiere ser testigo antes que síntoma de las dolencias de su época y, para serlo, se posiciona claramente: se adscribe a una tradición y se declara partidario de una narrativa atravesada por la historia.
Una y otra aparecerán entrelazadas a lo largo del libro a través de «La estrategia del boomerang» que, además de ser el título del ensayo introductorio, consiste en dar un salto atrás que nos ayude a descifrar los materiales con que se está construyendo el presente. De esta forma, en la primera parte (llamada «Maestros»), Chirbes reivindica La Celestina como primer eslabón de la novela realista española, como ejemplo perfecto de lo que Bajtin denominara «dialogismo», por traernos todo un mundo (el latido del tiempo en el que fue escrita) y por enseñarnos que las convenciones están, precisamente, para romperlas. Y para seguir con la teoría de que toda obra de arte es, en realidad, una relectura y una crítica de la historia del arte, el siguiente eslabón no podía ser otro que Cervantes, en el que Chirbes encuentra una fuerte desazón que se compadece mal con su repetido estilo apacible, y en el que también está el mundo entero que le tocó vivir, visto desde los márgenes: Cervantes fue el rey del matiz, el narrador que renunció a poseer autoridad y exponer un discurso unívoco. Toda la obra de Cervantes ―y no sólo El Quijote― es una clarificadora «impresión de vida», una magnífica manera de captar eso que se nos escapa con el tiempo, y una lucha titánica contra los métodos que se nos ofrecen, sabedora de que quien quiere contar su presente tiene que descubrir a la vez cómo contarlo. El tercer eslabón de la cadena, siguiendo por esta línea, tendrá que ser la novela del XIX. Y aquí Chirbes hace justicia al autor español más injustamente tratado a lo largo del último siglo. Su reivindicación de Galdós divierte porque, aún hoy, el peor insulto que se le puede hacer a un novelista que escriba en castellano es llamarle «galdosiano». El ensayo se titula «La hora de otros» y comienza con una curiosa cita de Ayala que explica muy bien cómo los jóvenes vanguardistas de los años veinte, influidos por la pureza estética orteguiana, decidieron que los presupuestos de la nueva narrativa no tenían que surgir al margen de Galdós, sino contra él. «Galdós se había convertido en paradigma de una literatura sin ambición estética, de estilo rasante y torpe, tan falto de matices como carente de profundidad psicológica.» Benito «el garbancero» o «el chapucero» no sólo lo llamarían los cachorros de la Generación del 27, sino también los viejos esteticistas de la del 98, los escritores oficiales del régimen de Franco, Benet, los seguidores de Barthes, los novísimos…, y cualquier enemigo de concebir el realismo como una «respuesta al presente», como una buena forma de «contar, mediante la ficción, la verdad de lo que pasa» (Lukács). En esas seguimos: sin tener en cuenta que lo que realmente se desecha cuando se denigra a Galdós, no es su falta de estilo, su novela meramente «informativa» (de nuevo Benet), su nula profundidad o aptitud innovadora, sino su posicionamiento ante la historia (pues se confunde a Galdós con la España sombría que él mismo denunció), y su manera de poner la prosa al servicio de lo que se cuenta, de explicarse mediante los otros en lugar de mirarse al ombligo. Eso, cuando no se habla de oídas. «Mi aprecio por Galdós es muy escaso», dijo Benet, «solamente comparable ―en términos cuantitativos― al desconocimiento que tengo de su obra». Porque ahí también radica la cuestión. En este país se ha leído poco y mal a Galdós (Ayala, Cernuda y Buñuel se dieron cuenta a tiempo), pues si no, difícilmente podría acusarse de estilo pobre o falto de innovación a alguien que utilizó el desplazamiento del punto de vista y el monólogo interior antes que Joyce y el ‘modernism’, o que dialogó con sus personajes antes que Unamuno o Pirandello. ¿Se imaginan que se lea de esta forma tan destructiva a Dickens en Inglaterra o a Balzac en Francia? El que ignora la historia tiende a repetirla. Y qué viejo resulta eso de querer separarse a toda costa, porque sí, porque somos jóvenes, de quienes nos han precedido.
La galdosiana concepción de la historicidad del alma, y su disolución de la retórica, hace que Chirbes conecte a Galdós con los novelistas de la Generación de los 50 (Aldecoa, de quien elogia la función restitutoria y artesana de la palabra en Gran Sol; el punto de vista pegado a tierra de Martín Gaite y su constante búsqueda de la verdad y la libertad personal; el Ferlosio de El Jarama; Martín Santos, etc.), para terminar, Marsé de por medio por supuesto, alabando la audacia en el hallazgo de nuevos moldes de un joven escritor como Andrés Barba: «Conseguía llevarme a pensar sobre el sentido de mi vida ―se replantea Chirbes tras la lectura de La hermana de Katia―; sobre la relatividad de los lenguajes establecidos que yo mismo uso, sobre la fragilidad de las formas de representación a las que me he acostumbrado».
Por último, hay una serie de artículos que defienden la vigencia de la novela («el reto sigue en pie: intentar ordenar en la densidad del lenguaje escrito los dilemas morales de nuestra época, aunque ahora sean los de un mundo ruidoso y superpoblado de imágenes»), una sentida vindicación de Max Aub y, a raíz de su centenario, una furibunda protesta sobre la manipulación de la «memoria histórica» por la clase política (y por los novelistas, a su servicio, que tratan de sentimentalizarla). El ensayo titulado «El principio de Arquímedes» sirve además para retratar, de forma magistral, la generación que Chirbes ha contado no menos magistralmente en sus novelas, su anclaje en la España reciente. Chirbes cuestiona duramente la transición (en una línea, podríamos decir, antitética a la de Javier Cercas en Anatomía de un instante), se enfurece con la oportunidad perdida por los gobiernos socialistas de los ochenta, y se rebela contra ese «algo pegajoso, blando, oficialista» de los últimos homenajes republicanos. Pero justo antes de acabar, cambia de tono y nos regala una sincera pieza que revela la relación autor-editor mantenida con Herralde desde que éste, en 1988, decidiera publicar Mimoun en Anagrama. Porque, para muchos, este libro será un regalo. No en vano, no todos los días se reencuentra uno y está tan a bien con sus padres… Para quien prefiera no verlo así no obstante, sólo pedirle que lea al menos esto que también dice Chirbes: «Un escritor debe pelear no con colegas (esa competición, en el peor de los casos, es trabajo del departamento de promoción), sino con su propia obra».
3 comentarios:
Los que leímos con delectación "El novelista perplejo" disfrutaremos sin duda con esta nueva entrega de Chirbes. Es un verdadero placer leer textos como estos ensayos o "Crematorio", una novela magnífica. Le vengo siguiendo la pista a este vovelista desde hace años, y no me ha defraudado nunca. Un placer, ya digo.
Maravilloso y necesario libro. Me ha gustado tu crítica :-) Un saludo
Si "monólogo interior" es el final de Miau, la cosa no da para mucho pero tampoco para menos. Es cierto, por otra parte, que Galdós tenía talento novelístico, pero en ningún caso puede compararse Balzac o a Dickens, éstos sí verdaderos genios. Creo que a Galdós su capacidad como novelista la lastra su ideología simplista. Por mucho que se repita el tópico de que fue evolucionando y acogiendo una visión más compleja del mundo en realidad nunca salió del esquema romo de Doña Perfecta... que llega hasta El Caballero Encantado.
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