Tusquets, Barcelona, 2009. 234 pp. 17,00 €
Rubén Castillo Gallego
«Mi vida es el cuento de los que nada tienen que contar. Y es que a mí me han ocurrido muchas cosas, sí, pero ninguna de importancia, y por eso sólo puedo contar episodios nimios y dispersos. ¿Le he dicho ya que mi vida, como tantas otras, carece de argumento?». Quien así habla entre las páginas 182 y 183 del libro, desde la cama de un hospital, es un hombre que realiza el balance de su existencia ante una mujer innominada, a la que se dirige con voluntad de narrador irónico, humilde y desconcertado. Sabe que no hay un solo episodio trascendente en su haber, que no ha merecido ingresar en los libros de Historia, que apenas quedará constancia de su nombre cuando abandone el mundo; pero, al mismo tiempo, intuye que sus años son irrepetibles, y que son irrepetibles también las personas a las que conoció, las frases que le fue dado escuchar, los episodios infinitesimales en los que se vio embarcado. Durante toda la noche (el amanecer comienza a llegar en la página 175), nos hablará de un grupo de personajes curiosos con los que terminó manteniendo algún tipo de relación personal o profesional: Micaela (la vecina más bien pelandusca, a la que prestaba dinero y de la que obtenía favores sexuales), Óskar (un paralítico en silla de ruedas al que auxilió durante una manifestación relacionada con la guerra de Irak), el señor Tur (un sedentario obligado a la trashumancia), don Máximo Pérez (campanudo catedrático de la banalidad), el estricto y humilde Gisbert (escritor que vende su obra por encargo o firmándola con el seudónimo de ‘Doctor Linch’), el desconcertante Sampedro (un compañero de trabajo que lo sometió a una persecución tan estúpida como desasosegante), el inefable Aquilino Lobo (peluquero, taxidermista, decorador, conferenciante y callista, que está convencido de que Su Majestad lo apoya en su intento de poner ascensor en el edificio donde vive)... El elenco de personajes es tan disparatado y tan surrealista como la vida misma. Pero es que quizá ahí resida una de las posibles lecturas de esta obra. Anotemos aquí una cita que Luis Landero redacta entre las páginas 105 y 106 («No entiendo ese afán de conocerse uno a sí mismo y andar hurgando y como hozando en las entrañas inmundas de la identidad, a veces incluso con ayuda de profesionales. ¿Qué espera uno encontrar en ese estercolero? ¿Se imagina un epitafio que diga “Aquí yace uno que logró conocerse a sí mismo”? No, a mí lo que me parece interesante es el mundo, el asistir gratis al espectáculo de los demás»)... Pero, durante las 234 páginas de la obra, el narrador se dedica a contarnos quiénes son los que lo rodearon durante su vida, los episodios que vivió, las frases que le impactaron. Es decir, corrobora que somos seres de circunstancias, de lateralidades, de expansiones e influjos magnéticos. Y por eso en sus líneas presta especial atención a los extrarradios del yo. Apenas puede saberse nada de alguien si no es en función (orteguiana) de sus circunstancias, de la gente que lo rodea: de ahí que Retrato de un hombre inmaduro sea una historia cuántica y radial. Conocerse es conocer lo que nos rodea (circum stantia) y por tanto nos modula. La vida no es una novela, sino un puzle; y lo que hace nuestro anónimo narrador es poner todas las teselas en el oído de su interlocutora, para intentar que sea ella quien arme el mosaico. Y para que el lector de la obra haga lo mismo. Luis Landero, novelista de valor incontestable, nos regala en este volumen una historia seductora, donde el humor y la sencillez se dan la mano para construir un edificio meritorio. Recomendaría a los lectores que le prestaran especial atención a la pesadez gelatinosa de don Aquilino Lobo (que urde una tela de araña en torno al pobre protagonista, con una finalidad que sólo más tarde llegará a descubrir), a la disparatada escena en la que el narrador finge conocer a un obrero que ha muerto tras caerse de un andamio (tan surrealista como coherente) y a la bellísima, dulce, emotiva descripción de la muerte de don Obvio. El gran Luis Landero, admirable por tantos motivos, vuelve a convencernos con sus páginas.
Rubén Castillo Gallego
«Mi vida es el cuento de los que nada tienen que contar. Y es que a mí me han ocurrido muchas cosas, sí, pero ninguna de importancia, y por eso sólo puedo contar episodios nimios y dispersos. ¿Le he dicho ya que mi vida, como tantas otras, carece de argumento?». Quien así habla entre las páginas 182 y 183 del libro, desde la cama de un hospital, es un hombre que realiza el balance de su existencia ante una mujer innominada, a la que se dirige con voluntad de narrador irónico, humilde y desconcertado. Sabe que no hay un solo episodio trascendente en su haber, que no ha merecido ingresar en los libros de Historia, que apenas quedará constancia de su nombre cuando abandone el mundo; pero, al mismo tiempo, intuye que sus años son irrepetibles, y que son irrepetibles también las personas a las que conoció, las frases que le fue dado escuchar, los episodios infinitesimales en los que se vio embarcado. Durante toda la noche (el amanecer comienza a llegar en la página 175), nos hablará de un grupo de personajes curiosos con los que terminó manteniendo algún tipo de relación personal o profesional: Micaela (la vecina más bien pelandusca, a la que prestaba dinero y de la que obtenía favores sexuales), Óskar (un paralítico en silla de ruedas al que auxilió durante una manifestación relacionada con la guerra de Irak), el señor Tur (un sedentario obligado a la trashumancia), don Máximo Pérez (campanudo catedrático de la banalidad), el estricto y humilde Gisbert (escritor que vende su obra por encargo o firmándola con el seudónimo de ‘Doctor Linch’), el desconcertante Sampedro (un compañero de trabajo que lo sometió a una persecución tan estúpida como desasosegante), el inefable Aquilino Lobo (peluquero, taxidermista, decorador, conferenciante y callista, que está convencido de que Su Majestad lo apoya en su intento de poner ascensor en el edificio donde vive)... El elenco de personajes es tan disparatado y tan surrealista como la vida misma. Pero es que quizá ahí resida una de las posibles lecturas de esta obra. Anotemos aquí una cita que Luis Landero redacta entre las páginas 105 y 106 («No entiendo ese afán de conocerse uno a sí mismo y andar hurgando y como hozando en las entrañas inmundas de la identidad, a veces incluso con ayuda de profesionales. ¿Qué espera uno encontrar en ese estercolero? ¿Se imagina un epitafio que diga “Aquí yace uno que logró conocerse a sí mismo”? No, a mí lo que me parece interesante es el mundo, el asistir gratis al espectáculo de los demás»)... Pero, durante las 234 páginas de la obra, el narrador se dedica a contarnos quiénes son los que lo rodearon durante su vida, los episodios que vivió, las frases que le impactaron. Es decir, corrobora que somos seres de circunstancias, de lateralidades, de expansiones e influjos magnéticos. Y por eso en sus líneas presta especial atención a los extrarradios del yo. Apenas puede saberse nada de alguien si no es en función (orteguiana) de sus circunstancias, de la gente que lo rodea: de ahí que Retrato de un hombre inmaduro sea una historia cuántica y radial. Conocerse es conocer lo que nos rodea (circum stantia) y por tanto nos modula. La vida no es una novela, sino un puzle; y lo que hace nuestro anónimo narrador es poner todas las teselas en el oído de su interlocutora, para intentar que sea ella quien arme el mosaico. Y para que el lector de la obra haga lo mismo. Luis Landero, novelista de valor incontestable, nos regala en este volumen una historia seductora, donde el humor y la sencillez se dan la mano para construir un edificio meritorio. Recomendaría a los lectores que le prestaran especial atención a la pesadez gelatinosa de don Aquilino Lobo (que urde una tela de araña en torno al pobre protagonista, con una finalidad que sólo más tarde llegará a descubrir), a la disparatada escena en la que el narrador finge conocer a un obrero que ha muerto tras caerse de un andamio (tan surrealista como coherente) y a la bellísima, dulce, emotiva descripción de la muerte de don Obvio. El gran Luis Landero, admirable por tantos motivos, vuelve a convencernos con sus páginas.
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