IX Premio Dionisia García. Universidad de Murcia, Murcia, 2010. 91 pp. 10 €
Rubén Castillo Gallego
La poesía de Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz, 1957) puede engañar a muchos lectores, porque les crea la sugestión de que está sustentada sobre la tristeza, el nihilismo o la amargura; y en realidad yo no creo que sea así. Ahora, con la publicación de su último volumen, La vida que nos vive, que obtuvo en 2009 el premio Dionisia García, convocado por la Universidad de Murcia, esta línea de investigación lírica que Miguel Sánchez lleva muchos años explorando se vuelve a poner de manifiesto en un texto de enorme altura literaria. Miguel escribe desde la melancolía y desde el fervor: la melancolía de contemplar lo que pudo haber sido y no fue; el fervor de gozar lo que sí ha sido, con plenitud extasiada. Y ambas vertientes (melancolía y fervor) son facetas, si lo pensamos bien, del gozo de vivir. El hombre que, en las tardes acechadas por la tristeza, conecta el ordenador y mira en Google fotografías de ciervos para detenerse en la dulzura de sus ojos (él mismo lo explica en uno de los poemas del libro) no es una persona desesperada o derrotista, sino alguien que cree. Lo que lo diferencia de los demás es que cree en cosas alternativas, profundas, otras. Sí que es verdad que, aparentemente, el nihilismo empapa sus líneas, pero ya digo que la impresión es engañosa: Miguel Sánchez Robles tiene una voracidad de vivir, un deseo de vivir con intensidad avariciosa, que empapa sus versos y contagia a los lectores más profundos. Le gustaría tener los mil ojos de Argos, para verlo todo; y los brazos de Shiva, para acariciarlo y tocarlo todo; y los 969 años de Matusalén, para que le diera tiempo de vivir con más plenitud, con más paisajes, con más nombres, con más martinis y con más muchachas. Entiendo que a Miguel Sánchez Robles le gustaría ser como lady Godiva, y salir a las calles desnudo de hipocresías y adherencias absurdas. Limpio en medio de la limpieza, poroso ante el viento y la luz del sol. Tiene una obsesión afirmativa de “vivir muchas veces mucho” (página 55). Y, obviamente, también está lo otro. La tristeza, que es omnipresente (su descripción se puede ver en las páginas 56 y 57) y que nos mancha con su vocación de negrura. Pero la energía del ser humano se mide precisamente por su resistencia ante esa tristeza, por el modo en que combate contra la extinción y contra la Nada.
Constructor de imágenes poderosas y de asociaciones líricas que dejan al lector asombrado (nos hablará de chicas que son “hermosas como el sueño de los pumas”, en la página 17; o de palabras que “tienen la rápida tristeza de un disparo en el agua”), Miguel es también un experimentador del idioma, de su sintaxis y de su lógica formal. Como el superhombre de Nietzsche, que era un bailarín y un niño (un bailarín porque hacía de cada pirueta un reto; un niño porque jugaba con la existencia de forma libre), Miguel Sánchez Robles coge el idioma y lo retuerce, lo lleva a sus límites, lo moltura, lo estira, le da la vuelta y, en muchas ocasiones, consigue unas imágenes que volverían locos a los apolíneos de la poesía (por poner un único ejemplo, cuando escribe que “cuervamente existiendo, nos sucumben las moscas”, en la página 21). Las páginas de La vida que nos vive servirán a muchos para continuar confiando en un poeta de altura indiscutible. Miguel Sánchez Robles se ha ganado ese respeto a pulso.
Rubén Castillo Gallego
La poesía de Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz, 1957) puede engañar a muchos lectores, porque les crea la sugestión de que está sustentada sobre la tristeza, el nihilismo o la amargura; y en realidad yo no creo que sea así. Ahora, con la publicación de su último volumen, La vida que nos vive, que obtuvo en 2009 el premio Dionisia García, convocado por la Universidad de Murcia, esta línea de investigación lírica que Miguel Sánchez lleva muchos años explorando se vuelve a poner de manifiesto en un texto de enorme altura literaria. Miguel escribe desde la melancolía y desde el fervor: la melancolía de contemplar lo que pudo haber sido y no fue; el fervor de gozar lo que sí ha sido, con plenitud extasiada. Y ambas vertientes (melancolía y fervor) son facetas, si lo pensamos bien, del gozo de vivir. El hombre que, en las tardes acechadas por la tristeza, conecta el ordenador y mira en Google fotografías de ciervos para detenerse en la dulzura de sus ojos (él mismo lo explica en uno de los poemas del libro) no es una persona desesperada o derrotista, sino alguien que cree. Lo que lo diferencia de los demás es que cree en cosas alternativas, profundas, otras. Sí que es verdad que, aparentemente, el nihilismo empapa sus líneas, pero ya digo que la impresión es engañosa: Miguel Sánchez Robles tiene una voracidad de vivir, un deseo de vivir con intensidad avariciosa, que empapa sus versos y contagia a los lectores más profundos. Le gustaría tener los mil ojos de Argos, para verlo todo; y los brazos de Shiva, para acariciarlo y tocarlo todo; y los 969 años de Matusalén, para que le diera tiempo de vivir con más plenitud, con más paisajes, con más nombres, con más martinis y con más muchachas. Entiendo que a Miguel Sánchez Robles le gustaría ser como lady Godiva, y salir a las calles desnudo de hipocresías y adherencias absurdas. Limpio en medio de la limpieza, poroso ante el viento y la luz del sol. Tiene una obsesión afirmativa de “vivir muchas veces mucho” (página 55). Y, obviamente, también está lo otro. La tristeza, que es omnipresente (su descripción se puede ver en las páginas 56 y 57) y que nos mancha con su vocación de negrura. Pero la energía del ser humano se mide precisamente por su resistencia ante esa tristeza, por el modo en que combate contra la extinción y contra la Nada.
Constructor de imágenes poderosas y de asociaciones líricas que dejan al lector asombrado (nos hablará de chicas que son “hermosas como el sueño de los pumas”, en la página 17; o de palabras que “tienen la rápida tristeza de un disparo en el agua”), Miguel es también un experimentador del idioma, de su sintaxis y de su lógica formal. Como el superhombre de Nietzsche, que era un bailarín y un niño (un bailarín porque hacía de cada pirueta un reto; un niño porque jugaba con la existencia de forma libre), Miguel Sánchez Robles coge el idioma y lo retuerce, lo lleva a sus límites, lo moltura, lo estira, le da la vuelta y, en muchas ocasiones, consigue unas imágenes que volverían locos a los apolíneos de la poesía (por poner un único ejemplo, cuando escribe que “cuervamente existiendo, nos sucumben las moscas”, en la página 21). Las páginas de La vida que nos vive servirán a muchos para continuar confiando en un poeta de altura indiscutible. Miguel Sánchez Robles se ha ganado ese respeto a pulso.
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