XL Premio Ciudad de Barbastro de Novela Corta. DVD Ediciones, Barcelona, 2009. 160 pp. 13 €
Doménico Chiappe
Méndez Guédez es un prestidigitador de la metáfora sutil. Hace magia con esos símiles que no recurren a imágenes cinematográficas, ni a estallidos de drama o de color. Ya había maravillado con la metáfora de las “hojas secas”, en Una tarde con campanas (Alianza, 2004), en la que, por medio de una acción, la del militar que ordena a los habitantes de un barrio barrer las hojas que ensucian el suelo y hacer montones en el suelo, a cambio de dinero en metálico que saca de su bolsillo, simboliza la manera en que los regímenes dictatoriales se relacionan con la gente bajo su yugo. Esta metáfora se reafirma en su final: durante la noche, las hojas se esparcen con el viento. Al día siguiente, regresa el militar y el ciclo se reinicia.
En esta nueva novela, Tal vez la lluvia, el autor utiliza, como ya es su estilo, estas acciones, en apariencia laxas, para dotar de fondo a su escritura. Dueño de un tema, el de la emigración –ya sea interior, ya sea físico-, y la extrañeza en los espacios que encuentra a través del viaje, ahora lo cruza con otro gran tema, el de la amistad. Adolfo, el protagonista y narrador de esta historia, regresa a Caracas, su ciudad natal, por pocos días. Proviene de España, a donde emigró. En un país en permanente deterioro, para muchos significa un éxito el solo hecho de no estar. Y revestido, sin querer, de esta aura triunfal, le recibe un viejo amigo, Federico; un gran amigo del pasado cuya relación se había deteriorado por el amor de una mujer arrebatada. Le recibe, ya casado y con hijos, desesperado en su miseria, con una propuesta: casarse con él. Con este matrimonio homosexual, podría emigrar también a España, con el asunto de los papeles resuelto, e iniciar una nueva vida, que presume mejor, para él y sus hijos.
A partir de este episodio inicial, Méndez Guédez sumerge, con ejercicios rítmicos de analepsis, al lector en la historia reciente de Venezuela, en esos años perdidos –para los que se fueron, para los que se quedaron- en los que el “malandro” (matón, narcotraficante, ladrón) vecino de su madre se convierte en líder comunitario para lograr la inmunidad de sus actividades ilícitas pero permitidas; en los que el destino de las mujeres amadas se tuerce o desvanece (Albertina, Miroslawa, Ivonne), en los que los días parecen irse sin más: «Uno de esos días intenté salir del cuarto, pero al llegar a la puerta me invadió el sueño. Me enterré en la cama varias horas; era grato permanecer así, detenido en mí mismo, como una cansada estatua que observa la manera en que la lluvia va cubriéndola con una película de musgo» (pp.107-108).
Rescato una de estas metáforas sutiles tan propias de Méndez Guédez, que encierra cómo se sella una amistad, ese pacto de silencio y confianza y apoyo mutuo: nada de puñetazos en una pelea callejera, nada de persecuciones vertiginosas, nada de salvamentos con riesgo de la vida propia. La complicidad entre Federico y Adolfo es más profunda, más espiritual, más piadosa. Se sostiene en la literatura. La abuela de Adolfo les leía historias a ambos niños («el libro amarillo de la abuela no se acababa nunca» (p.51) y hasta que aprendieron a leer nunca se cuestionaron cómo podían entrar tantas historias en “aquel delgado tomo”. Un día, la abuela puso el libro al revés y Adolfo se sintió traicionado y avergonzado, qué hacer antes de que Federico se diera cuenta de lo que ocurría. «Lo miré de reojo y él me devolvió la mirada: sereno, cómplice. Creo que en ese momento quise abrazar a Federico, creo que muchos años después quise seguir abrazándolo.» (p.52).
Doménico Chiappe
Méndez Guédez es un prestidigitador de la metáfora sutil. Hace magia con esos símiles que no recurren a imágenes cinematográficas, ni a estallidos de drama o de color. Ya había maravillado con la metáfora de las “hojas secas”, en Una tarde con campanas (Alianza, 2004), en la que, por medio de una acción, la del militar que ordena a los habitantes de un barrio barrer las hojas que ensucian el suelo y hacer montones en el suelo, a cambio de dinero en metálico que saca de su bolsillo, simboliza la manera en que los regímenes dictatoriales se relacionan con la gente bajo su yugo. Esta metáfora se reafirma en su final: durante la noche, las hojas se esparcen con el viento. Al día siguiente, regresa el militar y el ciclo se reinicia.
En esta nueva novela, Tal vez la lluvia, el autor utiliza, como ya es su estilo, estas acciones, en apariencia laxas, para dotar de fondo a su escritura. Dueño de un tema, el de la emigración –ya sea interior, ya sea físico-, y la extrañeza en los espacios que encuentra a través del viaje, ahora lo cruza con otro gran tema, el de la amistad. Adolfo, el protagonista y narrador de esta historia, regresa a Caracas, su ciudad natal, por pocos días. Proviene de España, a donde emigró. En un país en permanente deterioro, para muchos significa un éxito el solo hecho de no estar. Y revestido, sin querer, de esta aura triunfal, le recibe un viejo amigo, Federico; un gran amigo del pasado cuya relación se había deteriorado por el amor de una mujer arrebatada. Le recibe, ya casado y con hijos, desesperado en su miseria, con una propuesta: casarse con él. Con este matrimonio homosexual, podría emigrar también a España, con el asunto de los papeles resuelto, e iniciar una nueva vida, que presume mejor, para él y sus hijos.
A partir de este episodio inicial, Méndez Guédez sumerge, con ejercicios rítmicos de analepsis, al lector en la historia reciente de Venezuela, en esos años perdidos –para los que se fueron, para los que se quedaron- en los que el “malandro” (matón, narcotraficante, ladrón) vecino de su madre se convierte en líder comunitario para lograr la inmunidad de sus actividades ilícitas pero permitidas; en los que el destino de las mujeres amadas se tuerce o desvanece (Albertina, Miroslawa, Ivonne), en los que los días parecen irse sin más: «Uno de esos días intenté salir del cuarto, pero al llegar a la puerta me invadió el sueño. Me enterré en la cama varias horas; era grato permanecer así, detenido en mí mismo, como una cansada estatua que observa la manera en que la lluvia va cubriéndola con una película de musgo» (pp.107-108).
Rescato una de estas metáforas sutiles tan propias de Méndez Guédez, que encierra cómo se sella una amistad, ese pacto de silencio y confianza y apoyo mutuo: nada de puñetazos en una pelea callejera, nada de persecuciones vertiginosas, nada de salvamentos con riesgo de la vida propia. La complicidad entre Federico y Adolfo es más profunda, más espiritual, más piadosa. Se sostiene en la literatura. La abuela de Adolfo les leía historias a ambos niños («el libro amarillo de la abuela no se acababa nunca» (p.51) y hasta que aprendieron a leer nunca se cuestionaron cómo podían entrar tantas historias en “aquel delgado tomo”. Un día, la abuela puso el libro al revés y Adolfo se sintió traicionado y avergonzado, qué hacer antes de que Federico se diera cuenta de lo que ocurría. «Lo miré de reojo y él me devolvió la mirada: sereno, cómplice. Creo que en ese momento quise abrazar a Federico, creo que muchos años después quise seguir abrazándolo.» (p.52).
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