Salto de Página, Madrid, 2010. 154 pp. 15,95 €
Ignacio Sanz
Juan Jacinto Muñoz Rengel es uno de los cuentistas más acreditados del panorama. Sus cuentos son piezas de una relojería que tiende a la perfección. Domina las atmósferas en la misma medida que nos sorprende con finales inesperados y desconcertantes. Pero uno colige también que no será un autor que despierta el interés de las masas. Esos ambientes cerrados, asfixiantes, a ratos repulsivos no son un plato apetitoso para los devoradores de chocolatina.
A Muñoz Rengel le atrae el siglo XIX, ese siglo de los inventos inquietantes y los afanes que desembocarían en tantas invenciones novedosas. Pero me temo que también le atrae el XVIII con la misma pasión por su componente ilustrado. Y los ambientes medievales. Me temo que su mundo no es de este mundo rabiosamente ultramoderno de los internetes, sino que está varado en el universo de los mecanismos, las poleas, los engranajes, las alquimias, los autómatas, los golems. Como si fuera el maestro mayor de una logia masónica empeñado en descubrir la piedra filosofal. Hay una persistencia en Muñoz Rengel casi patológica en ese mundo que recuerda, al menos a mí me ha recordado, al Borges más ilustrado y complejo. Pero no solo por la temática, también por la factura formal de sus cuentos. Sí, a Borges, por un lado, pero también a Irene Gracias y a Pablo de Santis, autores de novelas misteriosas de personajes atormentados que viven ajenos a las pasiones comunes en las que se engolfa la masa.
Ese aprecio por lo exótico ya se aprecia en los títulos de algunos de sus cuentos: “El libro e los instrumentos incendiarios”, “El relojero de Praga”, “Lapis fhilosoforum”, “El sueño del monstruo”. Tiene, además, un regusto por lo metaliterio, de hecho en alguno de los cuentos aparecen referencias explícitas a autores a los que posiblemente admira, como Calvino.
A veces incurre en anacronías manifiestas posiblemente como una manera de establecer pequeños guiños con el lector de nuestros días y para sofocar, de paso, el peso de su erudición.
Los once cuentos del libro van rematados con un escolio final que no deja de ser otra vuelta de tuerca en la que pone e manifiesto su interés por la vanguardia. No se trata de una joven promesa sino de un autor fértil y consolidado que seguro que lleva mucho meditando sobre el cuento. Solo así se pueden dar unos frutos tan decantados.
Ignacio Sanz
Juan Jacinto Muñoz Rengel es uno de los cuentistas más acreditados del panorama. Sus cuentos son piezas de una relojería que tiende a la perfección. Domina las atmósferas en la misma medida que nos sorprende con finales inesperados y desconcertantes. Pero uno colige también que no será un autor que despierta el interés de las masas. Esos ambientes cerrados, asfixiantes, a ratos repulsivos no son un plato apetitoso para los devoradores de chocolatina.
A Muñoz Rengel le atrae el siglo XIX, ese siglo de los inventos inquietantes y los afanes que desembocarían en tantas invenciones novedosas. Pero me temo que también le atrae el XVIII con la misma pasión por su componente ilustrado. Y los ambientes medievales. Me temo que su mundo no es de este mundo rabiosamente ultramoderno de los internetes, sino que está varado en el universo de los mecanismos, las poleas, los engranajes, las alquimias, los autómatas, los golems. Como si fuera el maestro mayor de una logia masónica empeñado en descubrir la piedra filosofal. Hay una persistencia en Muñoz Rengel casi patológica en ese mundo que recuerda, al menos a mí me ha recordado, al Borges más ilustrado y complejo. Pero no solo por la temática, también por la factura formal de sus cuentos. Sí, a Borges, por un lado, pero también a Irene Gracias y a Pablo de Santis, autores de novelas misteriosas de personajes atormentados que viven ajenos a las pasiones comunes en las que se engolfa la masa.
Ese aprecio por lo exótico ya se aprecia en los títulos de algunos de sus cuentos: “El libro e los instrumentos incendiarios”, “El relojero de Praga”, “Lapis fhilosoforum”, “El sueño del monstruo”. Tiene, además, un regusto por lo metaliterio, de hecho en alguno de los cuentos aparecen referencias explícitas a autores a los que posiblemente admira, como Calvino.
A veces incurre en anacronías manifiestas posiblemente como una manera de establecer pequeños guiños con el lector de nuestros días y para sofocar, de paso, el peso de su erudición.
Los once cuentos del libro van rematados con un escolio final que no deja de ser otra vuelta de tuerca en la que pone e manifiesto su interés por la vanguardia. No se trata de una joven promesa sino de un autor fértil y consolidado que seguro que lleva mucho meditando sobre el cuento. Solo así se pueden dar unos frutos tan decantados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario