Trad. Damià Alou. Blakie Books, Barcelona, 2010. 298 pp. 21 €
Ignacio Sanz
El prepucio es una marca identitaria para los judíos. Este libro trata de indagar en ciertos absurdos religiosos, especialmente judíos. Inevitablemente toma La Biblia como uno de los puntos de apoyo. El autor, que ha sido educado en el seno e una familia ortodoxa de Nueva York, trata de superar los traumas que le ha dejado la religión. Y lo hace con un tono desenfadado, a veces corrosivo. En ese sentido sería interesante que pusieran el libro como lectura obligatoria en la madrazas donde se educan los niños judíos.
Cada paja adolescente, recuerda Shalom apesadumbrado, suponía un asesinato en masa de tantos millones de espermatozoides como tres holocaustos.
Tampoco vendría mal que lo leyeran los musulmanes o los cristianos más integristas, aunque los cristianos llevemos algunos siglos practicando cierta disolvencia que relativiza la presiones más recalcitrantes de la alta jerarquía.
Y, sin embargo, pese a los absurdos religiosos y a las supersticiones que salpican cualquier creencia, ahí siguen Roma, Jerusalem o la Meca, atrayendo a riadas ingentes de devotos poseídos por esa verdad que par ellos emana de las religiones.
La lectura de estas lamentaciones me ha hecho recordar a José Saramago, un ateo obsesionado con la idea de Dios, pero al mismo tiempo empeñado de desmentirle. Está visto que a Dios no se le derriba fácilmente. Por algo es quién es, aunque a veces sus seguidores incurran en contradicciones chocarreras. Y en absurdos morrocotudos. La comida, por ejemplo, es una fuente infinita de normas disparatadas y contradictorias que Auslander pone en evidencia. Y lo hace a través del recuerdo de aquel niño que se saltaba las normas de espaldas a la familia. Aquellas trasgresiones le hacían vivir aterrorizado.
«No guardo el Sabbath ni rezo tres veces al día, ni espero seis horas para comer carne si he tomado leche. La gente que me crió dirá que no soy religioso. Se equivocan. Lo que no soy es practicante. Pero soy religioso de una manera dolorosa, agobiante, incurable, miserable, y últimamente he observado, perplejo y consternado, que por todo el mundo hay cada vez más gente que parece estar encontrando Dioses, cada uno de ellos con más odio y más sediento de sangre que el siguiente, mientras yo hago todo lo que puedo para perder el mío. Y fracaso miserablemente.»
«Creo en Dios.» (pag 68).
Esta confesión resulta desconcertante para el lector y es que, como decíamos, no debe ser tarea fácil vivir sin Dios. Por eso sigue ahí, pese a los absurdos que chocan contra la racionalidad, imantando la vida de millones de personas, algunas sólidamente formadas, determinando sus costumbres, es decir condicionando su manera de ser y de estar, aunque, como en el caso del autor del libro que nos ocupa, se muestre irreverente y trate de acentuar las contradicciones que pesan sobre aquel niño atribulado por el sentimiento de culpa.
El libro ha sido escrito a los 35 años, y además de los recuerdos de la niñez, marcados a fuego, el autor va salpicando las páginas con escenas cotidianas del presente familiar y laboral. Todo, eso sí, con la inteligencia de la que sólo son capaces de desplegar aquellos que están dispuestos a reírse de sí mismos.
Ahora bien, teniendo en cuenta que las religiones arrastran más normas e imposiciones que un código civil, algunas absolutamente disparatadas, no deja de ser un recurso fácil echar mano de esas contradicciones para hacer de ellas piedra de escándalo.
No sé si en una sociedad que soporta el azote de las religiones, tiene sentido traducir obras que ofrecen una visión superficial de los terrores que infunden las religiones en la cabeza de un niño, por más que éstos alcancen categoría de esperpento. Este lector echa menos reflexiones más profundas sobre el dolor, el odio, las guerras, el fanatismo y la alineación a la que nos arrastran las religiones. El prepucio es tan solo la parte anecdótica.
Ignacio Sanz
El prepucio es una marca identitaria para los judíos. Este libro trata de indagar en ciertos absurdos religiosos, especialmente judíos. Inevitablemente toma La Biblia como uno de los puntos de apoyo. El autor, que ha sido educado en el seno e una familia ortodoxa de Nueva York, trata de superar los traumas que le ha dejado la religión. Y lo hace con un tono desenfadado, a veces corrosivo. En ese sentido sería interesante que pusieran el libro como lectura obligatoria en la madrazas donde se educan los niños judíos.
Cada paja adolescente, recuerda Shalom apesadumbrado, suponía un asesinato en masa de tantos millones de espermatozoides como tres holocaustos.
Tampoco vendría mal que lo leyeran los musulmanes o los cristianos más integristas, aunque los cristianos llevemos algunos siglos practicando cierta disolvencia que relativiza la presiones más recalcitrantes de la alta jerarquía.
Y, sin embargo, pese a los absurdos religiosos y a las supersticiones que salpican cualquier creencia, ahí siguen Roma, Jerusalem o la Meca, atrayendo a riadas ingentes de devotos poseídos por esa verdad que par ellos emana de las religiones.
La lectura de estas lamentaciones me ha hecho recordar a José Saramago, un ateo obsesionado con la idea de Dios, pero al mismo tiempo empeñado de desmentirle. Está visto que a Dios no se le derriba fácilmente. Por algo es quién es, aunque a veces sus seguidores incurran en contradicciones chocarreras. Y en absurdos morrocotudos. La comida, por ejemplo, es una fuente infinita de normas disparatadas y contradictorias que Auslander pone en evidencia. Y lo hace a través del recuerdo de aquel niño que se saltaba las normas de espaldas a la familia. Aquellas trasgresiones le hacían vivir aterrorizado.
«No guardo el Sabbath ni rezo tres veces al día, ni espero seis horas para comer carne si he tomado leche. La gente que me crió dirá que no soy religioso. Se equivocan. Lo que no soy es practicante. Pero soy religioso de una manera dolorosa, agobiante, incurable, miserable, y últimamente he observado, perplejo y consternado, que por todo el mundo hay cada vez más gente que parece estar encontrando Dioses, cada uno de ellos con más odio y más sediento de sangre que el siguiente, mientras yo hago todo lo que puedo para perder el mío. Y fracaso miserablemente.»
«Creo en Dios.» (pag 68).
Esta confesión resulta desconcertante para el lector y es que, como decíamos, no debe ser tarea fácil vivir sin Dios. Por eso sigue ahí, pese a los absurdos que chocan contra la racionalidad, imantando la vida de millones de personas, algunas sólidamente formadas, determinando sus costumbres, es decir condicionando su manera de ser y de estar, aunque, como en el caso del autor del libro que nos ocupa, se muestre irreverente y trate de acentuar las contradicciones que pesan sobre aquel niño atribulado por el sentimiento de culpa.
El libro ha sido escrito a los 35 años, y además de los recuerdos de la niñez, marcados a fuego, el autor va salpicando las páginas con escenas cotidianas del presente familiar y laboral. Todo, eso sí, con la inteligencia de la que sólo son capaces de desplegar aquellos que están dispuestos a reírse de sí mismos.
Ahora bien, teniendo en cuenta que las religiones arrastran más normas e imposiciones que un código civil, algunas absolutamente disparatadas, no deja de ser un recurso fácil echar mano de esas contradicciones para hacer de ellas piedra de escándalo.
No sé si en una sociedad que soporta el azote de las religiones, tiene sentido traducir obras que ofrecen una visión superficial de los terrores que infunden las religiones en la cabeza de un niño, por más que éstos alcancen categoría de esperpento. Este lector echa menos reflexiones más profundas sobre el dolor, el odio, las guerras, el fanatismo y la alineación a la que nos arrastran las religiones. El prepucio es tan solo la parte anecdótica.
1 comentario:
¿"Alineación"? ¿Con quién? ¿Es lo único que hacen las religiones? ¿Y de los sentimientos de paz, tranquilidad y guía que supone la religión para muchas personas? También es verdad que no es ese el tema del libro, pero la religión es un tema muy amplio y complejo. Saramago no se limitaba a criticar, sino que también entraba en otras implicaciones.
Saludos cordiales,
Un señor anónimo.
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