Siruela, Madrid, 2010. 160 pp. 15.90 €
Rubén Castillo Gallego
Durante el verano de 1879 el periódico Le Temps reprodujo en forma de folletín una curiosa historia de Jules Verne: el chino Kin-Fo es un hombre rico que vive en Shanghai, pero cuando se entera de que todos sus negocios se están yendo a pique y que, por tanto, se va a arruinar estrepitosamente, decide pedirle a su gran maestro Wang que, sin aviso previo, le quite la vida. El venerable amigo, con un profundo dolor y un profundo sentido de la responsabilidad, acepta. Pero una vez que Wang asume el papel de verdugo, la situación experimenta un giro inesperado: los negocios de Kin-Fo vuelven a revitalizarse y lo convierten en un hombre mucho más rico que al principio de la novela. Éste busca entonces a Wang para exonerarlo de su tarea homicida... y se lleva la espeluznante sorpresa de que el maestro ha desaparecido. Para mejor cumplir su misión, se ha diluido en las sombras. De tal modo que cualquier día o cualquier noche, pronto o tarde, en esta ciudad o en otra, el fiel amigo terminará por cumplir su encargo, segándole la vida.
Esa trepidación angustiosa es la que acompaña también al protagonista de Los asesinos lentos, la narración con la que Rafael Balanzá obtuvo el último premio Café Gijón y que ahora le publica la editorial Siruela. Leemos en sus páginas cómo Valle, un antiguo músico que ha ido navegando de frustración en frustración, se reúne en un café con su antiguo amigo Juan y, tras departir sobre los recuerdos comunes, le espeta sin mover un músculo de la cara que ha decidido poner fin a su vida. Dado que no puede atribuir su naufragio existencial a nadie en concreto, ni tampoco a nada en concreto, ¿qué mejor solución que permitir que la arbitrariedad presida sus decisiones? («No es que te eche a ti la culpa de todo, Juan. Ni mucho menos. Lo que me desespera es saber que nadie tiene la culpa. Eso es precisamente lo que me vuelve loco, y me enfurece. He llegado a la conclusión de que si no hay verdaderos culpables, entonces hay que inventárselos, hay que designar a alguien, ni más ni menos. Es inevitable», asegura en la página 30). La primera reacción de Juan, como resulta fácil suponer, es la burla; pero pronto sobrevienen el estupor y el miedo, cuando comprende que Valle le está diciendo la verdad.
A la vez, su situación laboral está complicándose a marchas forzadas. La tienda que posee en una galería comercial se ha convertido en objeto de acoso del nuevo gerente, Alberto Maños, que no ve con buenos ojos el tipo de negocio que Juan dirige («Dos locos me perseguían. Uno intentaba acabar con mi negocio; el otro –al menos era lo que él juraba– se proponía acabar con mi vida», indica el protagonista en la página 82).
De esa manera tan inquietante vamos buceando por el interior de Juan y vamos descubriendo las mil complejas facetas de su carácter, aunque también muchas cosas más, sobre el ser humano y sobre el mundo en que vivimos. Porque, en su esencia, Los asesinos lentos se antoja una fábula terrible, en la que Kafka, Dostoievski y los maestros del absurdo se dan la mano de una manera inequívoca. ¿Qué somos (parece decirnos el autor, por debajo de sus líneas angustiosas), sino criaturas cuyo destino puede verse alterado dramáticamente en cuestión de horas y aun de minutos? Todos somos conscientes de que basta un terremoto o un tsunami para aniquilarnos, que podemos depender de un virus o de un trocito de metal escupido por una pistola; pero Rafael Balanzá nos susurra en sus páginas que también puede bastar con la decisión de un loco, que podemos experimentar la zozobra de mil maneras ásperas, sin que la prevención o la cordura nos sirvan de auxilio.
¿La moraleja? Tendrá que fabricársela el propio lector, una vez que haya terminado las líneas del libro. Es probable que entonces surja en su mente un desasosiego nuevo, un perfil desconocido de la angustia, un vértigo de saliva amarga. Celebré con alegría la primera colección de cuentos de Rafael Balanzá y hago lo mismo con su primera novela. Es su pecho anida un escritor.
Rubén Castillo Gallego
Durante el verano de 1879 el periódico Le Temps reprodujo en forma de folletín una curiosa historia de Jules Verne: el chino Kin-Fo es un hombre rico que vive en Shanghai, pero cuando se entera de que todos sus negocios se están yendo a pique y que, por tanto, se va a arruinar estrepitosamente, decide pedirle a su gran maestro Wang que, sin aviso previo, le quite la vida. El venerable amigo, con un profundo dolor y un profundo sentido de la responsabilidad, acepta. Pero una vez que Wang asume el papel de verdugo, la situación experimenta un giro inesperado: los negocios de Kin-Fo vuelven a revitalizarse y lo convierten en un hombre mucho más rico que al principio de la novela. Éste busca entonces a Wang para exonerarlo de su tarea homicida... y se lleva la espeluznante sorpresa de que el maestro ha desaparecido. Para mejor cumplir su misión, se ha diluido en las sombras. De tal modo que cualquier día o cualquier noche, pronto o tarde, en esta ciudad o en otra, el fiel amigo terminará por cumplir su encargo, segándole la vida.
Esa trepidación angustiosa es la que acompaña también al protagonista de Los asesinos lentos, la narración con la que Rafael Balanzá obtuvo el último premio Café Gijón y que ahora le publica la editorial Siruela. Leemos en sus páginas cómo Valle, un antiguo músico que ha ido navegando de frustración en frustración, se reúne en un café con su antiguo amigo Juan y, tras departir sobre los recuerdos comunes, le espeta sin mover un músculo de la cara que ha decidido poner fin a su vida. Dado que no puede atribuir su naufragio existencial a nadie en concreto, ni tampoco a nada en concreto, ¿qué mejor solución que permitir que la arbitrariedad presida sus decisiones? («No es que te eche a ti la culpa de todo, Juan. Ni mucho menos. Lo que me desespera es saber que nadie tiene la culpa. Eso es precisamente lo que me vuelve loco, y me enfurece. He llegado a la conclusión de que si no hay verdaderos culpables, entonces hay que inventárselos, hay que designar a alguien, ni más ni menos. Es inevitable», asegura en la página 30). La primera reacción de Juan, como resulta fácil suponer, es la burla; pero pronto sobrevienen el estupor y el miedo, cuando comprende que Valle le está diciendo la verdad.
A la vez, su situación laboral está complicándose a marchas forzadas. La tienda que posee en una galería comercial se ha convertido en objeto de acoso del nuevo gerente, Alberto Maños, que no ve con buenos ojos el tipo de negocio que Juan dirige («Dos locos me perseguían. Uno intentaba acabar con mi negocio; el otro –al menos era lo que él juraba– se proponía acabar con mi vida», indica el protagonista en la página 82).
De esa manera tan inquietante vamos buceando por el interior de Juan y vamos descubriendo las mil complejas facetas de su carácter, aunque también muchas cosas más, sobre el ser humano y sobre el mundo en que vivimos. Porque, en su esencia, Los asesinos lentos se antoja una fábula terrible, en la que Kafka, Dostoievski y los maestros del absurdo se dan la mano de una manera inequívoca. ¿Qué somos (parece decirnos el autor, por debajo de sus líneas angustiosas), sino criaturas cuyo destino puede verse alterado dramáticamente en cuestión de horas y aun de minutos? Todos somos conscientes de que basta un terremoto o un tsunami para aniquilarnos, que podemos depender de un virus o de un trocito de metal escupido por una pistola; pero Rafael Balanzá nos susurra en sus páginas que también puede bastar con la decisión de un loco, que podemos experimentar la zozobra de mil maneras ásperas, sin que la prevención o la cordura nos sirvan de auxilio.
¿La moraleja? Tendrá que fabricársela el propio lector, una vez que haya terminado las líneas del libro. Es probable que entonces surja en su mente un desasosiego nuevo, un perfil desconocido de la angustia, un vértigo de saliva amarga. Celebré con alegría la primera colección de cuentos de Rafael Balanzá y hago lo mismo con su primera novela. Es su pecho anida un escritor.
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