Ed. Sabina de la Cruz / Prol. Mario Hernández. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2010. 400 pp. 22 €
José Luis Gómez Toré
Aunque no pocos de los poemas de este libro póstumo de Blas de Otero (Bilbao, 1919 -Madrid, 1979) habían visto la luz en antologías, lo cierto es que Hojas de Madrid como poemario había permanecido hasta ahora inédito. Gracias a la labor de la que fuera su última compañera, Sabina de la Cruz, podemos ahora leer en su totalidad el libro en que trabajaba el poeta vasco cuando le llegó la muerte que él había exorcizado tantas veces en sus versos.
Hojas de Madrid es, en buena medida, un diario poético (de hecho, esta edición nos ofrece un índice final con la fecha de composición de cada poema). En la elección de este subgénero, poco cultivado entre nosotros, radica gran parte del interés de la propuesta así como sus riesgos. Poco tienen que ver estas Hojas con el Diario juanramoniano, ya que mientras que el yo poético de este último tiende a esencializarse, a desdibujar las huellas del sujeto empírico, el de estos poemas juega a romper las barreras entre el yo poético y el yo biográfico. Por otra parte, si el mundo de Juan Ramón Jiménez es un mundo ensimismado, purificado de todo lo que pueda parecer accesorio, estas Hojas son una apuesta por una poesía decididamente impura. Todo cabe en el poema: las metáforas audaces y el coloquialismo que se nutre de lo cotidiano, el erotismo y la política, las preguntas existenciales y los episodios domésticos más nimios… Todo ello con el telón de fondo de ciudades como Bilbao, La Habana y, sobre todo, Madrid, «inefable Madrid infestado por el gasoil, los yanquis y la sociedad de consumo,/ ciudad donde Jorge Manrique acabaría por jodernos a todos».
Una escritura tan apegada al correr de los días, que quiere ser demorada conversación con uno mismo y con los otros, no persigue tanto la perfección del poema como la constitución de un espacio abierto, que hace del acto de escribir una constante afirmación de la vida frente a la muerte y de la palabra frente al silencio (sobre todo, frente al silencio nada metafísico de la censura franquista). De ahí que no todos los poemas están a la misma altura, al menos si buscamos en ellos la labor de orfebre que el excelente sonetista que fue Blas de Otero (y no faltan sonetos tampoco en este libro) supo cultivar con maestría. Hay que tener en cuenta que el autor de Ancia, que tanto revisaba sus versos, no pudo ver impreso este poemario, que tal vez, de haberse publicado en vida del poeta, hubiese modificado (y quizá incluso eliminado) más de un poema de los que aparecen aquí recogidos. No obstante, conviene juzgar el libro, aun en su forma inconclusa, como lo que Blas de Otero quiso que fuera, una suerte de diario en el que la factura impecable de cada poema importa menos que la impresión de espontaneidad del conjunto, un conjunto en el que afloran no pocos poemas memorables y en el que las casi inevitables caídas se compensan con la frescura de una auténtica opera aperta (una frescura que me recuerda en ocasiones al Goethe más jovial y espontáneo del Diván de Oriente y Occidente). La voz de Blas de Otero es aquí más que nunca una voz plural, que sabe contaminarse tanto de la tradición culta (Machado, fray Luis, Quevedo, Rosalía…) como del habla de la calle, y cuya apuesta por la libertad formal y compositiva se resuelve a menudo en un fascinante flujo de conciencia, donde aflora un yo radicalmente moderno (un yo más contradictorio, y por ello más complejo, que el que preside tanto su primera poesía existencial como su decisiva contribución a la poesía social de la posguerra).
Una estructura más cerrada como conjunto, pero no en el desarrollo de cada poema individual, nos la ofrece La galerna, nombre con el que el poeta conjura simbólicamente sus estados depresivos. Esa galerna que visita al escritor cuando menos lo espera es el reverso su vitalismo y, sin embargo, es también la ocasión para afrontar las sombras que le acechan: «pero hoy es domingo y por eso/ a lo lejos ya vuelve la galerna/ la espero a pecho descubierto». Ante la claustrofobia de la depresión, el poema se empeña en abrir horizontes porque «el mar se tiende de lado a lado de la costa/ con sus secuelas de espuma/ pero falta/ espacio». Espacio que quieren abrir, que crean en su libre despliegue estos poemas.
José Luis Gómez Toré
Aunque no pocos de los poemas de este libro póstumo de Blas de Otero (Bilbao, 1919 -Madrid, 1979) habían visto la luz en antologías, lo cierto es que Hojas de Madrid como poemario había permanecido hasta ahora inédito. Gracias a la labor de la que fuera su última compañera, Sabina de la Cruz, podemos ahora leer en su totalidad el libro en que trabajaba el poeta vasco cuando le llegó la muerte que él había exorcizado tantas veces en sus versos.
Hojas de Madrid es, en buena medida, un diario poético (de hecho, esta edición nos ofrece un índice final con la fecha de composición de cada poema). En la elección de este subgénero, poco cultivado entre nosotros, radica gran parte del interés de la propuesta así como sus riesgos. Poco tienen que ver estas Hojas con el Diario juanramoniano, ya que mientras que el yo poético de este último tiende a esencializarse, a desdibujar las huellas del sujeto empírico, el de estos poemas juega a romper las barreras entre el yo poético y el yo biográfico. Por otra parte, si el mundo de Juan Ramón Jiménez es un mundo ensimismado, purificado de todo lo que pueda parecer accesorio, estas Hojas son una apuesta por una poesía decididamente impura. Todo cabe en el poema: las metáforas audaces y el coloquialismo que se nutre de lo cotidiano, el erotismo y la política, las preguntas existenciales y los episodios domésticos más nimios… Todo ello con el telón de fondo de ciudades como Bilbao, La Habana y, sobre todo, Madrid, «inefable Madrid infestado por el gasoil, los yanquis y la sociedad de consumo,/ ciudad donde Jorge Manrique acabaría por jodernos a todos».
Una escritura tan apegada al correr de los días, que quiere ser demorada conversación con uno mismo y con los otros, no persigue tanto la perfección del poema como la constitución de un espacio abierto, que hace del acto de escribir una constante afirmación de la vida frente a la muerte y de la palabra frente al silencio (sobre todo, frente al silencio nada metafísico de la censura franquista). De ahí que no todos los poemas están a la misma altura, al menos si buscamos en ellos la labor de orfebre que el excelente sonetista que fue Blas de Otero (y no faltan sonetos tampoco en este libro) supo cultivar con maestría. Hay que tener en cuenta que el autor de Ancia, que tanto revisaba sus versos, no pudo ver impreso este poemario, que tal vez, de haberse publicado en vida del poeta, hubiese modificado (y quizá incluso eliminado) más de un poema de los que aparecen aquí recogidos. No obstante, conviene juzgar el libro, aun en su forma inconclusa, como lo que Blas de Otero quiso que fuera, una suerte de diario en el que la factura impecable de cada poema importa menos que la impresión de espontaneidad del conjunto, un conjunto en el que afloran no pocos poemas memorables y en el que las casi inevitables caídas se compensan con la frescura de una auténtica opera aperta (una frescura que me recuerda en ocasiones al Goethe más jovial y espontáneo del Diván de Oriente y Occidente). La voz de Blas de Otero es aquí más que nunca una voz plural, que sabe contaminarse tanto de la tradición culta (Machado, fray Luis, Quevedo, Rosalía…) como del habla de la calle, y cuya apuesta por la libertad formal y compositiva se resuelve a menudo en un fascinante flujo de conciencia, donde aflora un yo radicalmente moderno (un yo más contradictorio, y por ello más complejo, que el que preside tanto su primera poesía existencial como su decisiva contribución a la poesía social de la posguerra).
Una estructura más cerrada como conjunto, pero no en el desarrollo de cada poema individual, nos la ofrece La galerna, nombre con el que el poeta conjura simbólicamente sus estados depresivos. Esa galerna que visita al escritor cuando menos lo espera es el reverso su vitalismo y, sin embargo, es también la ocasión para afrontar las sombras que le acechan: «pero hoy es domingo y por eso/ a lo lejos ya vuelve la galerna/ la espero a pecho descubierto». Ante la claustrofobia de la depresión, el poema se empeña en abrir horizontes porque «el mar se tiende de lado a lado de la costa/ con sus secuelas de espuma/ pero falta/ espacio». Espacio que quieren abrir, que crean en su libre despliegue estos poemas.
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