Trad. Antonio-Prometeo Moya. Anagrama, Barcelona, 2010. 256 pp. 17 €
Guillermo Busutil
La música es tiempo. La literatura también. De hecho un escritor ha de tener buen oído, saber moldear el sonido, construir campos de resonancia y componer con cierto ritmo lírico. Siempre ha sido así: Al menos cuando hablamos de buena literatura. Y si hacemos memoria es fácil encontrar la antigüedad de esta relación, más estrecha, más habitual, si se trata de la poesía y de la música. Los Cancioneros del medievo son un excelente ejemplo. Igual que la música popular es un largo venero de inspiración que atraviesa la poesía de los Machado o de Federico García Lorca. También hay novelas en las que la música forma parte del lenguaje. Igual que si fuese una atmósfera interior o el pentagrama sobre que el se sucede la historia. Ahí están las obras de Proust y de Henry James para dar testimonio. Tampoco hay que olvidar magistrales novelas como La consagración de la primavera de Alejo Carpentier, algún que otro relato de Borges, los famosos cuentos El Perseguidor y Las Ménades de Julio Cortázar, donde el concierto de Stravinsky, el tango, el jazz de de Charlie Parker o la música barroca son los personajes de la historia o la estructura que sujeta el argumento. Más recientemente podemos citar a Alejandro Baricco con su ensayo El alma de Hegel o la nouvelle Novecento, la leyenda del pianista del océano.
Con estos referentes, que no excluyen la amplia documentación que existe entres ambas disciplinas que se alimentan, es más fácil adentrarse en un exquisito volumen de cuentos. El primero del japonés Kazuo Ishiguro, el reconocido autor de novelas como Pálida luz de las colinas o Un artista del mundo flotante. Ishiguro demuestra ahora que en el cuento también se mueve como un pez azul. Nocturnos, cinco historias de música y crepúsculo, publicado por Anagrama, lo certifica. También demuestra que la sensibilidad si es oriental es más sensibilidad. Al menos, en el caso de Kazuo Ishiguro, un auténtico maestro de la melancolía como también lo son Baricco, Tabucci o Ian McEwan. Que curioso, escritores del mismo sello editorial. La cuestión es que el autor japonés ha compuesto un hermoso libro. Cinco pequeñas historias que enhebran la romántica voz de un crooner, la magia de la guitarra, la penumbra del saxo y la fragilidad poética del violencelo. Cinco instrumentos, cinco tipos de música, cinco personajes. Cinco conciertos de cámara en los que la música es tiempo y la vida, también. Cada una de estas piezas exige al lector que las escuche despacio, que se recree en sus atmósferas, en la melodía que suena entre líneas. En la sonoridad exterior de las historias aparece la comedia, un humor inteligente, escenarios que van desde una plaza veneciana a un hospital, pasando por la casa de unos yupies o un refugio en las montañas. Pero lo importante, la música que llega al corazón, es la que Ishiguro ejecuta dentro de la historia y que vienen a ser fugas, esfumatos, adagios acerca del paso del tiempo, de la juventud pasada, del racismo, de la infidelidad, de la exploración del éxito y del fracaso en el amor, en el matrimonio, en la amistad y en el sueño de alcanzar la perfección. Sus protagonistas son hombres en el ocaso de sus carreras o que sobreviven entre la aceptación de la derrota y la frontera de la libertad. Hay relatos de exquisita sentimentalidad como El cantante melódico, protagonizado por un croner fuera de época dispuesto a regalar un canto del cisne con el que renunciar a una amor. Junto a él un músico ambulante, un admirador del cantante que salvó a su madre del desamor. Ambos aprenderán qué significa el paso del tiempo, la renuncia, la derrota que sólo se acepta como sacrificio. Hay también otros excelentes relatos sobre la reinvención y la belleza de las apariencias como Nocturno. Es el relato más divertido, con algunos pespuntes de crueldad acerca del amor, de la necesidad de reflejarse en los ojos de los demás con la esperanza de ser aceptados. En cada uno de estos relatos, el amor, la soledad, el desengaño, conllevan un pellizco intimista. Sin duda, Nocturnos, es un bello libro que debería ser redondo, que girase bajo el sutil peso de una vieja aguja y escucharse con ese crujido peculiar de los vinilos que salvaban a otras generaciones de la melancolía que se transformaba en una curativa serenata.
Guillermo Busutil
La música es tiempo. La literatura también. De hecho un escritor ha de tener buen oído, saber moldear el sonido, construir campos de resonancia y componer con cierto ritmo lírico. Siempre ha sido así: Al menos cuando hablamos de buena literatura. Y si hacemos memoria es fácil encontrar la antigüedad de esta relación, más estrecha, más habitual, si se trata de la poesía y de la música. Los Cancioneros del medievo son un excelente ejemplo. Igual que la música popular es un largo venero de inspiración que atraviesa la poesía de los Machado o de Federico García Lorca. También hay novelas en las que la música forma parte del lenguaje. Igual que si fuese una atmósfera interior o el pentagrama sobre que el se sucede la historia. Ahí están las obras de Proust y de Henry James para dar testimonio. Tampoco hay que olvidar magistrales novelas como La consagración de la primavera de Alejo Carpentier, algún que otro relato de Borges, los famosos cuentos El Perseguidor y Las Ménades de Julio Cortázar, donde el concierto de Stravinsky, el tango, el jazz de de Charlie Parker o la música barroca son los personajes de la historia o la estructura que sujeta el argumento. Más recientemente podemos citar a Alejandro Baricco con su ensayo El alma de Hegel o la nouvelle Novecento, la leyenda del pianista del océano.
Con estos referentes, que no excluyen la amplia documentación que existe entres ambas disciplinas que se alimentan, es más fácil adentrarse en un exquisito volumen de cuentos. El primero del japonés Kazuo Ishiguro, el reconocido autor de novelas como Pálida luz de las colinas o Un artista del mundo flotante. Ishiguro demuestra ahora que en el cuento también se mueve como un pez azul. Nocturnos, cinco historias de música y crepúsculo, publicado por Anagrama, lo certifica. También demuestra que la sensibilidad si es oriental es más sensibilidad. Al menos, en el caso de Kazuo Ishiguro, un auténtico maestro de la melancolía como también lo son Baricco, Tabucci o Ian McEwan. Que curioso, escritores del mismo sello editorial. La cuestión es que el autor japonés ha compuesto un hermoso libro. Cinco pequeñas historias que enhebran la romántica voz de un crooner, la magia de la guitarra, la penumbra del saxo y la fragilidad poética del violencelo. Cinco instrumentos, cinco tipos de música, cinco personajes. Cinco conciertos de cámara en los que la música es tiempo y la vida, también. Cada una de estas piezas exige al lector que las escuche despacio, que se recree en sus atmósferas, en la melodía que suena entre líneas. En la sonoridad exterior de las historias aparece la comedia, un humor inteligente, escenarios que van desde una plaza veneciana a un hospital, pasando por la casa de unos yupies o un refugio en las montañas. Pero lo importante, la música que llega al corazón, es la que Ishiguro ejecuta dentro de la historia y que vienen a ser fugas, esfumatos, adagios acerca del paso del tiempo, de la juventud pasada, del racismo, de la infidelidad, de la exploración del éxito y del fracaso en el amor, en el matrimonio, en la amistad y en el sueño de alcanzar la perfección. Sus protagonistas son hombres en el ocaso de sus carreras o que sobreviven entre la aceptación de la derrota y la frontera de la libertad. Hay relatos de exquisita sentimentalidad como El cantante melódico, protagonizado por un croner fuera de época dispuesto a regalar un canto del cisne con el que renunciar a una amor. Junto a él un músico ambulante, un admirador del cantante que salvó a su madre del desamor. Ambos aprenderán qué significa el paso del tiempo, la renuncia, la derrota que sólo se acepta como sacrificio. Hay también otros excelentes relatos sobre la reinvención y la belleza de las apariencias como Nocturno. Es el relato más divertido, con algunos pespuntes de crueldad acerca del amor, de la necesidad de reflejarse en los ojos de los demás con la esperanza de ser aceptados. En cada uno de estos relatos, el amor, la soledad, el desengaño, conllevan un pellizco intimista. Sin duda, Nocturnos, es un bello libro que debería ser redondo, que girase bajo el sutil peso de una vieja aguja y escucharse con ese crujido peculiar de los vinilos que salvaban a otras generaciones de la melancolía que se transformaba en una curativa serenata.
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