Prol.Javier Fernández Rubio y Mada Martínez García. El Desvelo Ediciones, Santander, 2010. 72 pp. 15 €
Elvira Navarro
Se escucha todavía demasiado a menudo la cantinela de que el cuento es la antesala de la novela, lo que no es raro en un país donde, por un lado, el grueso de los consumidores de libros asocia el género con la literatura infantil, y por otro, lo visible es una cuestión de mercadotecnia y de periodismo cultural. En manos de los periodistas culturales, el cuento puede caer en dos tipos de discurso. Están los que preguntan al joven que acaba de estrenarse con un libro de relatos que para cuándo el “salto” a la novela (lo cual parece justificarse porque el único libro de cuentos que escriben algunos escritores es el de su bautismo). También están los que, desde luego con una intención loable, escriben un artículo con un titular que suele aludir a que el cuento ha superado su etapa de maricomplejines. Esto es así porque en España, a despecho de los escritores y los críticos (o al menos de ciertos escritores y de ciertos críticos), parece que la existencia de Chéjov, de Poe, de Katherine Mansfield o de Borges sea la excepción que confirma la regla de que la mejor literatura se encuentra en la novela. El periodista, claro está, se ve obligado a combatir el prejuicio, y la consecuencia de ello es la misma que la de la discriminación positiva y la denuncia de los males del machismo en la prensa: que a quien se le presenta siempre como víctima le cuesta el doble empoderarse. Se acaba dando la impresión de la única excusa para hablar del cuento es su condición de sexo débil, como si no bastara con escribir un buen libro de cuentos. Tal vez la solución a este reiterado mal sea tan simple como la de evitar preámbulos como el que yo estoy haciendo aquí.
Ignoro si Rebeca Le Rumeur (Santander, 1981) perseverará en el género breve, se entregará al mestizaje o terminará dedicándose al haiku. Lo que si sé es que su primer, cortísimo e impactante libro de relatos, Lola Dinamita, no es la antesala de ninguna otra cosa, excepto, por supuesto, de su escritura (que huele ya a propia). Estos relatos lo son por eso tan viejo de que cada obra genera su norma, que en este caso es la brevedad. Compuesto por diez piezas que basculan entre un registro realista con voluntario toque naif (a lo Miranda July) y la fantasía onírica y metafórica, Lola Dinamita es un libro que se instala en un territorio muy español, muy Cela y muy Goya, a saber, el tremendismo, aunque Le Rumeur no tenga nada que ver con el difunto premio Nobel. Sí me la imagino, en cambio, dibujando aquelarres y entierros de la sardina. El tremendismo es siempre molesto para una sentimentalidad equilibrada por la desproporción de la respuesta, y trasladado al plano de la narrativa, suscita no pocas veces la objeción de que ciertos giros no se justifican. Digo esto porque aquellos a quienes su equilibrio anímico les lleva a abominar de suicidios adolescentes y ataques terroristas (o para ser más clara: aquellos que no sólo se quejan de la gratuidad de, por ejemplo, Lars von Trier, sino que proclaman su inverosimilitud como muestra de que el producto está mal construido), lo mejor que pueden hacer es pasar de largo. No van a entender la propuesta de Lola Dinamita, y encima se van a cabrear.
Para los que sí entran en el juego perverso, que no quiere decir gratuito, tal vez les sirva imaginarse a las protagonistas de los cuentos de Le Rumeur como una versión actualizada de aquellas hermanas Izquierdo, encerradas en el mal familiar, y que huían en el tren mientras sus pares mataban a medio Puerto Hurraco. El lector cae pronto en la cuenta de que la desproporción, lo tremendo, tiene un sentido: el dolor enquistado. Si bien aquí las mujeres son urbanas, tienen estudios y una mediana consciencia de sí mismas, sus nombres de sello almodovariano (Lola Dinamita suena a Kika, o a Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón) nos alertan de que lo que domina es la pasión, que se torna destructiva. Como si no fuera posible deshacerse del puertohurraquismo anímico. Así pues, cuando estos seres responden con brutalidad a agresiones mínimas, no lo hacen de forma gratuita, sino porque dichas agresiones son las gotas que colman unos vasos antiguos y negros. Y es que los protagonistas viven instalados en un limbo de dolor que no se cuenta, pero que el libro destila entre líneas.
Rebeca Le Rumeur es hija de madre francesa, y eso se nota en la prosa, que, si bien es correctísima, a veces suena extraña. Ello no supone merma alguna. Al contrario: se trata de una particularidad que aumenta lo insólito (que, ojo, no es estructural, sino que está en lo pequeño: voz, metáforas, diálogos, ritmo) de la propuesta. Y es que éste es un libro para paladares raros, que auna una sentimentalidad absolutamente ibérica (por lo visceral) con la ejecución extranjera. Por otra parte, no hay nada en Le Rumeur que huela a casticismo, lo que refuerza la hipótesis de que su español viene de otro sitio. La escritora santanderina domina los giros rápidos, imprevistos y crueles, y sus relatos me han recordado a esa negrura de apariencia despreocupada de los Pequeños cuentos misóginos, de Patricia Highsmith. También está hermanada con Dirección noche, de Cristina Grande, en la medida en que construye historias-estampa, en la sencillez de la frase y en la precisión en el detalle, así como en una libertad magnífica que rompe, con modestia, la convención de redondear el argumento. Cuentos como “La conjura de los niños” y “Cuerda”, dos de los más sobresalientes, recuerdan, por la propiedad con la que se inserta cierta jerga filosófica y la capacidad de alzar una ficción puramente metafórica, al excepcional Proyectos de pasado, de la escritora rumana Ana Blandiana. En líneas generales, Le Rumeur es más eficaz cuando se sale del realismo, que obliga siempre a dar demasiadas explicaciones, y se desliza a un territorio pseudofantasioso, donde es posible, por ejemplo, ir quemando lentamente la propia casa, como ocurre en “Materia”, a mi juicio el más logrado de los cuentos.
La verdad es que yo he leído este libro con fascinación. Y lo he leído así porque rezuma, como dice Coradino Vega, “el latido de una interioridad especial”. Sólo me resta decir que ojalá Rebeca Le Rumeur nos regale muchos más libros, y que ese latido se convierta algún día en algo esplendoroso. Tiene, desde luego, capacidad para ello.
Elvira Navarro
Se escucha todavía demasiado a menudo la cantinela de que el cuento es la antesala de la novela, lo que no es raro en un país donde, por un lado, el grueso de los consumidores de libros asocia el género con la literatura infantil, y por otro, lo visible es una cuestión de mercadotecnia y de periodismo cultural. En manos de los periodistas culturales, el cuento puede caer en dos tipos de discurso. Están los que preguntan al joven que acaba de estrenarse con un libro de relatos que para cuándo el “salto” a la novela (lo cual parece justificarse porque el único libro de cuentos que escriben algunos escritores es el de su bautismo). También están los que, desde luego con una intención loable, escriben un artículo con un titular que suele aludir a que el cuento ha superado su etapa de maricomplejines. Esto es así porque en España, a despecho de los escritores y los críticos (o al menos de ciertos escritores y de ciertos críticos), parece que la existencia de Chéjov, de Poe, de Katherine Mansfield o de Borges sea la excepción que confirma la regla de que la mejor literatura se encuentra en la novela. El periodista, claro está, se ve obligado a combatir el prejuicio, y la consecuencia de ello es la misma que la de la discriminación positiva y la denuncia de los males del machismo en la prensa: que a quien se le presenta siempre como víctima le cuesta el doble empoderarse. Se acaba dando la impresión de la única excusa para hablar del cuento es su condición de sexo débil, como si no bastara con escribir un buen libro de cuentos. Tal vez la solución a este reiterado mal sea tan simple como la de evitar preámbulos como el que yo estoy haciendo aquí.
Ignoro si Rebeca Le Rumeur (Santander, 1981) perseverará en el género breve, se entregará al mestizaje o terminará dedicándose al haiku. Lo que si sé es que su primer, cortísimo e impactante libro de relatos, Lola Dinamita, no es la antesala de ninguna otra cosa, excepto, por supuesto, de su escritura (que huele ya a propia). Estos relatos lo son por eso tan viejo de que cada obra genera su norma, que en este caso es la brevedad. Compuesto por diez piezas que basculan entre un registro realista con voluntario toque naif (a lo Miranda July) y la fantasía onírica y metafórica, Lola Dinamita es un libro que se instala en un territorio muy español, muy Cela y muy Goya, a saber, el tremendismo, aunque Le Rumeur no tenga nada que ver con el difunto premio Nobel. Sí me la imagino, en cambio, dibujando aquelarres y entierros de la sardina. El tremendismo es siempre molesto para una sentimentalidad equilibrada por la desproporción de la respuesta, y trasladado al plano de la narrativa, suscita no pocas veces la objeción de que ciertos giros no se justifican. Digo esto porque aquellos a quienes su equilibrio anímico les lleva a abominar de suicidios adolescentes y ataques terroristas (o para ser más clara: aquellos que no sólo se quejan de la gratuidad de, por ejemplo, Lars von Trier, sino que proclaman su inverosimilitud como muestra de que el producto está mal construido), lo mejor que pueden hacer es pasar de largo. No van a entender la propuesta de Lola Dinamita, y encima se van a cabrear.
Para los que sí entran en el juego perverso, que no quiere decir gratuito, tal vez les sirva imaginarse a las protagonistas de los cuentos de Le Rumeur como una versión actualizada de aquellas hermanas Izquierdo, encerradas en el mal familiar, y que huían en el tren mientras sus pares mataban a medio Puerto Hurraco. El lector cae pronto en la cuenta de que la desproporción, lo tremendo, tiene un sentido: el dolor enquistado. Si bien aquí las mujeres son urbanas, tienen estudios y una mediana consciencia de sí mismas, sus nombres de sello almodovariano (Lola Dinamita suena a Kika, o a Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón) nos alertan de que lo que domina es la pasión, que se torna destructiva. Como si no fuera posible deshacerse del puertohurraquismo anímico. Así pues, cuando estos seres responden con brutalidad a agresiones mínimas, no lo hacen de forma gratuita, sino porque dichas agresiones son las gotas que colman unos vasos antiguos y negros. Y es que los protagonistas viven instalados en un limbo de dolor que no se cuenta, pero que el libro destila entre líneas.
Rebeca Le Rumeur es hija de madre francesa, y eso se nota en la prosa, que, si bien es correctísima, a veces suena extraña. Ello no supone merma alguna. Al contrario: se trata de una particularidad que aumenta lo insólito (que, ojo, no es estructural, sino que está en lo pequeño: voz, metáforas, diálogos, ritmo) de la propuesta. Y es que éste es un libro para paladares raros, que auna una sentimentalidad absolutamente ibérica (por lo visceral) con la ejecución extranjera. Por otra parte, no hay nada en Le Rumeur que huela a casticismo, lo que refuerza la hipótesis de que su español viene de otro sitio. La escritora santanderina domina los giros rápidos, imprevistos y crueles, y sus relatos me han recordado a esa negrura de apariencia despreocupada de los Pequeños cuentos misóginos, de Patricia Highsmith. También está hermanada con Dirección noche, de Cristina Grande, en la medida en que construye historias-estampa, en la sencillez de la frase y en la precisión en el detalle, así como en una libertad magnífica que rompe, con modestia, la convención de redondear el argumento. Cuentos como “La conjura de los niños” y “Cuerda”, dos de los más sobresalientes, recuerdan, por la propiedad con la que se inserta cierta jerga filosófica y la capacidad de alzar una ficción puramente metafórica, al excepcional Proyectos de pasado, de la escritora rumana Ana Blandiana. En líneas generales, Le Rumeur es más eficaz cuando se sale del realismo, que obliga siempre a dar demasiadas explicaciones, y se desliza a un territorio pseudofantasioso, donde es posible, por ejemplo, ir quemando lentamente la propia casa, como ocurre en “Materia”, a mi juicio el más logrado de los cuentos.
La verdad es que yo he leído este libro con fascinación. Y lo he leído así porque rezuma, como dice Coradino Vega, “el latido de una interioridad especial”. Sólo me resta decir que ojalá Rebeca Le Rumeur nos regale muchos más libros, y que ese latido se convierta algún día en algo esplendoroso. Tiene, desde luego, capacidad para ello.
5 comentarios:
Cada vez que alguien utiliza palabros como "empoderarse" o "empoderamiento", Dios mata un gatito...
Uff! Y despues de leer tú comentario quién se resiste al libro ¿ No se te ha ocurrido hacer tambien la "crítica " de los tuyos ;)
Un Beso
Que sí, que sí. Que lo has escrito muy bien.
Gracias, Pasharati (jamás haría la crítica de los míos), y NáN.
Anónimo, seguiré matando a muchos más gatitos sin piedad alguna. No creo en Dios.
Enhorabuena por esta reseña tan borgiana. A cambio de gatitos mejor lo dejamos en cronopios.
"On récolte ce qu'on sème": Rebeca, Elvira
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