Mostrando entradas con la etiqueta narrativa belga. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta narrativa belga. Mostrar todas las entradas

martes, noviembre 04, 2014

El vigilante, Peter Terrin

Trad. Maria Rosich. Rayo Verde, 2014. 221 pp. 17,30 €

Ariadna G. García

En 2009, la Unión Europea creó un Premio Internacional de Literatura para promover la obra de novelistas emergentes fuera de sus países. Desde entonces, un jurado de prestigio selecciona a doce escritores pertenecientes a otros tantos estados de la Unión. Cada año varían las naciones a participar en el certamen, que consiste en la traducción de las novelas a otras lenguas comunitarias y una retribución a los autores de cinco mil euros en metálico. Los requisitos para optar a una candidatura son tres: que dichos novelistas sean europeos, que hayan publicado más de un libro y que su país haya sido propuesto en la convocatoria. El fallo se produce en Ferias del Libro como las de Gotemburgo o Frankfurt. En palabras del presidente de la Federación Europea de Editores, el premio nace con una clara voluntad de descubrir “nuevos mundos, nuevas culturas, a través de la obra de los autores galardonados […]; es una excelente manera de celebrar la diversidad de Europa, un valor que debemos cultivar en estos tiempos de crisis”.
En 2010 fueron premiados los siguientes escritores: Myrto Azina Chronides (Chipre), Adda Djørup (Dinamarca), Tiit Aleksejev (Estonia), Riku Korhonen (Finlandia), Iris Hanika (Alemania), Jean Back (Luxemburgo), Răzvan Rădulescu (Rumania), Nataša Kramberger (Eslovenia), Raquel Martínez-Gómez (España), Goce Smilevski (Macedonia) y el autor que nos ocupa: Peter Terrin (Bélgica).
Cuando Terrin (nacido en 1968) consiguió su reconocimiento por El vigilante (2010), contaba en su haber con las novelas Kras (2001), Blanco (2003) y Vrouwen en kinderen eerst (2004).
El vigilante narra en primera persona las vicisitudes laborales de una pareja de vigilantes de seguridad que prestan un servicio armado en el sótano de un edificio de lujo. Quien habla es Michel, un hombre meticuloso, metódico y disciplinado. Su compañero, Harry, representa su contrapunto: es impulsivo, brusco y descuidado. Entre ambos se establece una relación jerárquica (liderada por el segundo), pero también de interdependencia. No en vano, apenas mantienen contacto con el resto del mundo. Sólo se tienen el uno al otro. Recluidos en un aparcamiento, su misión es proteger la vida de cuarenta –acaudalados– residentes, con los que mantienen un trato meramente profesional: frío y distante. Extraña que carezcan de contacto con su empresa, pese a lo peligroso y delicado que parece su cometido. Pero lo cierto es que no disponen de emisoras, que en caso de necesidad no podrán pedir refuerzos a un centro de control, a un mando operativo. Si bien este detalle refuerza el aislamiento de los protagonistas, su soledad, convengamos en que es del todo inverosímil. Un punto flaco de la obra. Escrita con una prosa sobria y directa, la novela avanza lentamente hacia dos conflictos: el éxodo de la mayoría de los vecinos del inmueble y la llegada de un tercer componente que rompe la simetría del equipo. Esa desaparición en masa virará la novela hacia la ciencia ficción y del terror psicológico. Los personajes elucubrarán teorías apocalípticas que justifiquen el exilio. Por su parte, la irrupción del nuevo compañero escorará la obra hacia la demencia.
El vigilante es un libro de planteamiento original, hay que reconocerlo. Sus temas, actuales (la incomunicación, la desinformación, el miedo). No obstante, algunos aspectos de la trama son previsibles. Los prejuicios –infundados– sobre los vigilantes de seguridad, también. Quien busque una novela realista o verosímil no la encontrará en estas páginas. Sin embargo, deleitará a los lectores que gusten de historias delirantes. Como quiera que sea, un consejo: desconfíen de su mente, no hay mayor peligro que la propia inseguridad…

miércoles, julio 10, 2013

La ciudad / Mi libro de horas, Franz Masereel



La ciudad. Nórdica, Madrid, 2012, 120 pp. 15€  
Mi libro de horas. Nórdica, Madrid, 2013, 208 pp. 18 €

Mario Arsenal

Cuando la cultura intenta hablar a través de un lenguaje universal se produce un fenómeno verdaderamente insólito y maravilloso. El dato visual con el que tan familiarizados estamos hoy día, a veces sin la bondad ni la complacencia que desearíamos, es quizás el vehículo perfecto para expresar ideas subliminales. Insólito. Maravilloso. Porque uno –cualquiera, todos o ninguno– sin necesidad de ser letrado, puede acceder a esas ideas y fantasear entre ellas, evadirse de un mundo en continua ebullición, escapar de esta fea realidad que nos oprime, a unos más y a otros menos, salir por la puerta trasera del insípido bar de turno o dibujar un universo habitable en algún lugar de la memoria. Pero, y aquí está la miga del pan, con compromiso. Esa es la idea de Frans Masereel (1889-1972), una cultura de compromiso que aspire a todos los habitantes, a todos los ciudadanos, a todas las clases, accesible a cualquier lenguaje, abierta a la universalidad. Una cultura para todos. Curioso cuando menos, eso sí, que cien años después tengamos que seguir luchando por lo mismo y reivindicando los mismos ideales, ahora con otros impuestos arancelarios como los sistemas políticos y la ineptitud de las clases dirigentes, empeñados todos ellos en que el mundo no lo habitan personas, sino números. Ahora volvamos a Masereel.
Como ilustrador y grabador, aprendió el oficio tras aterrizar en ese álgido París de la década de 1910. Venía de Gante con las ideas claras y en la humeante ciudad del Sena descubrió los órganos de resistencia en plena vorágine de la Gran Guerra. Estuvo a caballo entre Suiza y Francia, pasando unos años en Ginebra al estallar el conflicto armado, volviendo a París tras la Segunda Guerra Mundial y agotando sus últimos días en Niza aunque finalmente no muriese en esta ciudad. Este confeso pacifista entabló contacto con los intelectuales más importantes del momento mientras que perfilaba su predilección por la técnica en madera. La xilografía fue así el modo de expresión más efectivo; llegó a hacerlo plenamente suyo y de hecho encontramos, ya en sus obras primerizas, una traducción potentísima de la realidad en imágenes. Una delicia.
Claro que cuando la dicha es doble, se convierte casi en un privilegio. En Nórdica no han dudado un ápice a la hora de enfrentarse a la obra de este magnífico autor, traduciendo dos de sus obras, La ciudad (2012) y la más reciente Mi libro de horas (2013), ambas novelas gráficas de una hondura sin precedentes. La primera fue publicada en 1919 y es un hermoso ejemplo de la irrupción del fenómeno urbano en el imaginario del ser humano. Masereel se acerca a esa realidad con mucho tiento, sin caer en el panfleto y retratando prácticamente todas las caras de la sociedad, todos los ruidos del fluir vertiginoso de las calles, todo el abanico de olores y sabores que emergen de ella. Algo prodigioso, pero con todas las letras. La segunda novela, publicada en 1925, está compuesta desde un contexto humano más profundo e indaga en la naturaleza del hombre y la vida, en la llegada de una realidad mundana que en todo momento nos empuja a pensarla y reflexionarla. Sondea la dimensión total del mundo haciendo hincapié en los sentimientos más efímeros y, a su vez, más profundos del ser humano: el amor, la alegría, la jovialidad, la deriva, la soledad, el tránsito de la oscuridad a la luz y viceversa. Un recorrido lleno de presente y de pasado, en definitiva, una obra maestra de una vida de artista.
Acompaña además, a ésta última, el prólogo de un siempre soberbio Thomas Mann. Un prólogo que no nos cansamos de elevar a la categoría de imperdible por la aguda e interesante lectura que hace de esta labor vital, ya no sólo obra, ya no sólo arte, sino el pálpito del ser humano que se eleva por encima de las circunstancias tangibles de la urbanidad de cualquier tiempo y lugar. Termino este artículo con sus palabras porque con una sola de ellas se podrían resumir libros enteros sobre Masereel:
«¡Sollozad con él tras el humilde féretro y dirigíos luego, porque así ha de ser, a una nueva vida, a un nuevo quehacer del corazón! ¡Imbuíos mientras hojeáis de todo el carácter enigmático de este sueño de la existencia del hombre aquí en la tierra, que es insignificante porque termina y se desvanece, y en cuya insignificancia, sin embargo, está presente lo eterno por todas partes haciéndolo realidad!