lunes, noviembre 03, 2014

Los últimos, Juan Carlos Márquez

Salto de Página, Madrid, 2014. 184 pp. 14,90 €

Nere Basabe

Juan Carlos Márquez, autor de libros de relatos como Llenad la tierra, Norteamérica profunda o Tangram, Premio Euskadi de Literatura 2012 y al que ya habíamos acogido como un excelente cuentista, se adentra ahora en el género de la ciencia ficción y la distopía en esta su primera novela (mucho se discutió sobre si Tangram, una colección de relatos cuyas historias confluían todas al final del libro, era una verdadera novela o no, debate por lo demás inane).
Parece que corren buenos tiempos para el relato apocalíptico, síntoma de una sociedad que ha perdido su fe en el futuro y donde las angustias individuales encuentran una paradójica vía de escape en el fin del mundo. También pueden ser leídos como manuales de supervivencia, por lo que pueda pasar, o como posible respuesta a la pregunta vital imperecedera: cuando ya no quede nada, ¿qué quedará? (otro debate inane que parece haberse instalado entre nosotros es aquel que enfrenta la novela de ciencia ficción a la novela rural, que está conociendo igualmente un nuevo auge en nuestra literatura; como si ambas no fueran dos caras de la misma moneda, qué más da si se plantea una huida al agro o a un planeta lejano).
Pero ese inminente Apocalipsis se ha recreado ya en tantas ocasiones, en el cine como en el cómic, las series televisivas o la novela que cabe preguntarse si Juan Carlos Márquez puede añadir algo nuevo al género. En Los últimos nos demuestra que sí se puede, que aún quedan cosas por decir, y eso sin traicionar las reglas, incluso algunos clichés propios del género, construyendo así una obra única que no reniega de la tradición.
La tradición es una catástrofe natural de dimensiones planetarias (un meteorito, una explosión solar), y un pequeño grupo de supervivientes que tiene que emprender la huida, armados hasta los dientes, de la amenaza de nuevas y espeluznantes formas de vida que han surgido al calor de las ruinas humeantes en una Tierra que se ha vuelto irrespirable. Este tipo de hecatombes mundiales suelen tener lugar preferentemente en Idaho o Wyoming como metonimia contemporánea de lo universal, y hasta ese paisaje norteamericano, convertido ya en doméstico para todos nosotros, nos traslada Márquez en un recurso que ya se ha vuelto habitual en su literatura, aunque sin renunciar a la autoironía, como cuando el castillo de Disney World se convierte en el último refugio. Lo más llamativo de Los últimos es el estilo de su prosa, de un laconismo desnudo, de capítulos breves o brevísimos que imprimen un ritmo trepidante a la acción y acentúan la sorpresa, los sentimientos e impresiones, por ausencia de todo adorno (no es posible leer esta novela sin sentir a cada tanto los vellos de punta, sin experimentar el final abrupto de cada capítulo como el filo de un cuchillo). A una primera parte (“Diario de la Tierra”) de rapidez frenética y donde domina la acción en el sentido más cinematográfico, le sigue una segunda parte (“Diario de Marte”) en la que la claustrofobia de la cápsula espacial subraya las interacciones entre los personajes, que adquieren finalmente todo su espesor. Escrito en forma de diario apresurado, incompleto (tan inverosímil como eficaz para transmitir inmediatez), Márquez aprovecha esta forma para jugar magistralmente con la elipsis más drástica, en un relato en el que se hacen planes pero nunca se cuenta si estos llegaron a consumarse o no con éxito (y todo esto, me veo tentada a escribir, es lo que le da calidad a la novela. Sólo que esta vez va en serio).
Como buen diario del Apocalipsis que se precie, la estructura de Los últimos encierra, en sus estratos de interpretación, una paráfrasis bíblica: literal en su arranque («La destrucción duró exactamente lo mismo que el origen: siete días, seis descontando el que el creador descansó»), guiño irónico al final, con ese fruto prohibido que se nos ofrece y nunca sabremos si será la perdición de la Humanidad o su última esperanza («Toma, me ha dicho tendiéndome un trozo. Come»). Final abierto para una novela que propone el fin como un nuevo comienzo y nos deja con un último interrogante: ¿Dios es un extraterrestre? A leer de un tirón y conteniendo el aliento.

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