Miguel Baquero
Hay escenas, de pronto, en una novela, situaciones descritas con tanta fuerza y habilidad narrativas para decir lo justo, y sugerente, y ni una palabra más, que se quedan indeleblemente grabadas en la memoria del lector, y por más tiempo que pase siempre recordará, si no la totalidad del cuento, sí ese párrafo, esas líneas escritas con la mayor maestría. Así le ocurrió a este reseñista cuando, hace bastante tiempo, leyó Morfina, la brevísima novela, o cuento largo, de Bulgákov —autor ruso ignorado por el régimen soviético y del que se publicaría con carácter ya póstumo su célebre El maestro y Margarita—; un cuento o nouvelle, ésta de Morfina, que hoy, según consta en la solapa de este libro, es considerada como un relato de culto… con merecimiento. Pero vamos a la escena que recordaba y con la que me impresionó encontrarme de nuevo, después de tantos años. Es ésta:
Un médico, para la época del relato —año 1918— bien instalado en Moscú, recibe una confusa misiva procedente de un antiguo compañero suyo de estudios, ahora destinado como médico rural, en la que, escritas sobre un formulario de recetas, sólo se leen estas palabras apresuradamente escritas a lápiz: “Morphini”. No entendiendo qué puede ser aquello, el que se halla bien instalado en Moscú advierte, de pronto, que al dorso de la receta hay otras palabras escritas, con las que su amigo le implora que acusa rápido a socorrerle…
Si restamos mi natural torpeza al reconstruirla, la escena recuerda en muchos aspectos —el pedazo de papel, las palabras torpemente garabateadas, la sensación de urgencia que produce todo…— a aquella otra escena: “…sangre, tu vida depende de permanecer oculto…” que, escrita por Allan Poe, considero otra cumbre literaria.
No es cuestión de decir qué se encuentra el doctor cuando, atendiendo a aquella súplica, se preocupa por su amigo. Quizás sea fácil de imaginar; pero, como tantas otras veces, lo importante no es qué se cuenta, pues incluso el maestro Bulgákov nos muestra ya casi de principio el final, sino cómo se cuenta: el proceso de degradación de una persona, escrito tal vez de primera mano. Pues como bien se nos señala en una magnífico prólogo limpio de retóricas de Miguel Ángel Cáliz, Bulgákov, médico en la vida real y mortificado por el dolor de las heridas que había recibido en la Gran Guerra, fue morfinómano en un momento determinado de su vida, cuando el dolor le atenazaba y tenía a mano, en su maletín, el remedio rápido y más eficaz; como asimismo consumieron morfina, se nos señala, otros escritores claves de la literatura como Stevenson, Maupassant o Nietzsche, en aquellos primeros años del siglo XX en que no era demasiado difícil —acaso alguna mala cara de algún farmacéutico suspicaz— que se le expendiera a uno la medicina.
Escrita con una precisión admirable y, por supuesto, sin recrearse en moralejas ni tampoco en dramatismos innecesarios —más que suficiente es la descripción del laberinto en que, poco a poco, se va internando el protagonista— en Morfina podemos ver, quizás por primera vez formuladas, muchas de las reacciones que hoy se han vuelto recurrentes a la hora de caracterizar a un adicto a las drogas, pero que entonces eran sorprendentes y deslumbrantes por lo nuevas, por lo sinceras, por lo directas: el cargo de conciencia, la promesa continua de dejarlo, el autoengaño… El ojo de la literatura, y de la mejor literatura, además, puesto por primera vez —o de las primeras veces— sobre un fenómeno extraño: “la enfermedad del soldado”, que de pronto salía a la luz en forma de extrañas llagas en los brazos de los heridos en la Gran Guerra.
Mención merecen también, por lo realistas, lo gráficas, lo directas, las ilustraciones obra de David González López, "Zaafra", que —caso de la de la pág. 51, la de la pág. 57… pero el lector podría decantarse por otras de igual calidad— reflejan el tono negro, opresivo, maldito del relato con una exactitud admirable.
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