Nere Basabe
La última novela de Patrick Modiano, La hierba de las noches (publicada en Francia en 2012), ve la luz en nuestro país en este mismo año en el que recibe, no sin cierta sorpresa para propios y extraños, el Premio Nobel de literatura. Sonaban otros nombres, pero no cabe duda de que el francés Modiano ha sabido construir, durante casi medio siglo y con una veintena de títulos a sus espaldas, una de las obras más personales y coherentes de la narrativa europea actual, volviendo una y otra vez, de manera obsesiva, sobre el tema de la memoria y la identidad escurridizas.
En esta ocasión regresa con la forma (y adelanto, sólo la forma) de una novela negra, como ya hiciera por ejemplo en la Calle de las tiendas oscuras, creando una atmósfera de intranquilidad e inquietud (palabras que se repiten a menudo en el libro), falsas identidades, conversaciones a media voz y cortinas corridas, en torno a “un asunto muy feo” del que el protagonista Jean (alter ego de Patrick, personaje ya conocido para sus lectores asiduos) fue más o menos testigo indirecto en su juventud y cuya verdadera naturaleza intenta escrutar ahora, pasado el tiempo. Pero, ¿acaso podemos conocer realmente aquello que vivimos?
«Es curiosa la forma en que algunos detalles de la existencia que no vemos al momento, los descubrimos veinte años después», anota Modiano; y en otro momento, repite: «qué impresión tan rara notamos siempre cuando nos llegan aclaraciones, veinte años después, acerca de personas con las que nos cruzamos… Por fin desciframos, gracias a un código secreto, lo que vivimos equivocados, sin entenderlo bien…». Y es que el pasado es, según dos bellas metáforas equiparables que aparecen en el libro (motivos de la novela que se repiten una y otra vez, como en una sinfonía), algo inasible, un tren que pasa demasiado rápido por una estación cuyo cartel no nos da tiempo a leer, por lo que apenas retenemos algunos detalles periféricos como el campanario de una iglesia o una vaca que pasta bajo un árbol, y es igualmente como «un trayecto en coche, de noche, sin faros, y por más que pegábamos la frente a la ventanilla no dábamos con ningún punto de referencia (…). Veinte años después va uno por la misma carretera, de día, y por fin puede ver todos los detalles del paisaje. Pero ¿para qué?».
Y aunque el objetivo de semejante indagación no esté claro, el protagonista, consciente de la falibilidad de la propia memoria, compuesta de desorden y mentiras, mezcla al mismo nivel recuerdos y sueños en los que puede completar los hechos, plantear las preguntas que no se atrevió a pronunciar entonces. Y, sobre todo, busca con insistencia lo que él llama “puntos de referencia”; un informe policial incompleto al que tuvo acceso años después y una agenda negra que llevaba por aquel entonces siempre consigo y cuyas páginas están pobladas de nombres anotados, números de teléfono en los que ya nadie responde, fechas, citas de las que nada recordamos ya, títulos de libros o películas, frases exactas que alguien dijo en algún momento. En esos papeles incompletos, prácticamente indescifrables, Jean encuentra ahora “señales que llegan con interferencias”, un mensaje en morse que viene desde lo más hondo del pasado, anotaciones fugaces que son el único material fiable con el que cuenta para reconstruir su historia, saber qué sucedió, quiénes eran aquellos de los que se rodeó en un momento de su vida, «esas personas cuyos nombres me esfuerzo en repetir para que no se me vayan de la memoria».
Porque Modiano sabe desde el principio que esa búsqueda será infructuosa, y aún así se obsesiona con los detalles, las repeticiones, para tener una pista, algo a lo que aferrarse; Jean apunta metódicamente en su libreta, y se reconforta con ello, los nombres y letreros de almacenes a punto de ser derribados, las costumbres por ejemplo de su vecina por entonces, actriz de teatro, que cada noche a la misma hora pronunciaba sobre el escenario la misma frase, como único rastro arqueológico de «gestos que eran cotidianos y ya han quedado abolidos, obra de teatro que nadie volverá a ver, risas y aplausos perdidos, y el propio teatro derribado ya…».
Esa sensibilidad que confiesa el protagonista «en lo tocante a las personas y las cosas a punto de desaparecer» es lo que le lleva, en otro rasgo omnipresente del universo de Modiano, a dar paseos y más paseos como “una forma de luchar contra el olvido”: ir a determinadas zonas de París donde uno no ha vuelto desde hace treinta o cuarenta años y quedarse por allí una tarde entera, «como si estuviera de vigilancia». Regresar a los mismos cafés, volver a recorrer el Boulevard Jourdan de la ciudad universitaria, las calles del Barrio Latino o de ese distrito de Montparnasse que “se apagó al final de la guerra”, la esquina donde se levantaba aquel cine que olía a metro, los lugares que ya no existen, las ventanas iluminadas con «las lámparas que se nos olvidó apagar en habitaciones a las que nunca volvimos». E incluso, en un último intento por cartografiar la memoria, recorrer con el dedo índice sobre un mapa la ruta de un viaje que se hizo hace décadas, y que finalmente resulta como “remontar el curso del tiempo”, volverlo transparente, finalmente abolirlo.
Abolir el tiempo porque, además de una pretendida novela noir, La hierba de las noches es también una historia de amor, cuyo sentido se nos escurre entre las manos, y con todo esto Jean sólo busca reencontrar a una mujer. No es esta vez a la época de la Ocupación y el colaboracionismo, que tanto ha marcado su literatura, hasta donde nos arrastra para rescatarla y traerla al presente como a una Eurídice, sino a los años sesenta y la época de estudiantes, teniendo como trasfondo algún capítulo igualmente oscuro de la historia francesa de entonces, en el que se mezclan los servicios secretos y las actuaciones en Argelia y Marruecos. Pero Dannie, la mujer que utilizaba tantos nombres que nunca sabremos cuál era el verdadero, sencillamente desapareció un día. A veces cree reconocerla entre la multitud, pero nunca es ella; resulta más fácil encontrarse por ejemplo, en una librería de lance de Odéon, con Jeanne Duval, la prostituta mulata amante de Baudelaire convertida ahora en pequeña ratera, uno esos personajes de ficción que también poblaban su libreta de entonces, sus obsesiones literarias, y que a veces parecen tener más entidad que los de carne y hueso.
Y aunque poco acaba descubriendo, en esta pesquisa cuasipoliciaca sobre aquellos hombres siniestros reunidos en el Hôtel Unic o sobre quién era realmente esa mujer a la que amó, menos aún sabemos, sabe él, finalmente, de sí mismo, de ese “otro yo que rondaba por la inmediaciones” y que ahora intenta recordar, entre la niebla, en las ruinas de una vida clandestina, y que no es más que un «interlocutor misterioso» que envía al futuro señales confusas, recibidas «como si oyese la voz de otro»; ese hombre que es el mismo cuya genealogía ya intentó rastrear en Un pedigrí y que varias novelas después sigue concluyendo, pese a todo: «en aquellos años yo no estaba seguro ni de mi propia identidad».
Hemos bromeado estos días entre amigos, al hilo de la noticia del premio Nobel, con que Modiano siempre escribe el mismo libro, y que lleva cuarenta años buscándose y todavía no se ha encontrado. Los detalles a los que se aferra para saber quién es, quién fue, como el de que el espacio que ocupa ahora el supermercado Monoprix de la rue de Rennes, calle cuyo horizonte no tapiaba aún la torre de Montparnasse, era un jardín abandonado refugio de gatos vagabundos, puede interesar al lector o no: a mí particularmente me interesa muchísimo, porque me veo parada en esa misma esquina y me completa algo de mi propia historia. El libro casi idéntico que escribe siempre Modiano, igualmente, puede gustar o no, pero seguramente su prosa, a medio camino entre la disección y la cadencia hipnótica, hará que el lector no deje de seguirlo. Como quien revisita un lugar del pasado en el que una vez fue feliz.
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