María José Montesinos
El final del siglo XIX y principios del XX fue un momento de grandes hazañas científicas. El mundo vivía fascinado tanto por los avances que traía la ciencia, como por las aventuras que los descubridores e investigadores de aquella época vivían en su afán por ampliar el conocimiento mundial. Este año se cumplen cien años de una de las más singulares de esas aventuras: la expedición que realizó Ernest Sackleton al Polo Sur. Este marino irlandés inició en 1914 una ambiciosa misión, que bajo el nombre más bien pomposo de ‘Expedición Imperial Transartática’, tenía como objetivo nada menos que cruzar el Polo Sur.
Dentro de las luchas geopolíticas de la época, había otra importante meta: devolver a Gran Bretaña el cetro en la conquista de territorios y en el mundo de los descubrimientos. Una corona que había sufrido un duro batacazo después de que el noruego Admunsen fuese el primero en llegar al punto central del Polo Sur, por delante de la publicitada expedición inglesa del capitán Scott.
Cuando el equipo de Robert Scott llegó el 17 de enero de 1912 al centro de la Antártida, descubrió que Admunsen se les había adelantado varios meses. La vuelta, realizada en las condiciones más penosas de fatiga y frío, nunca se concluyó. Scott y los cuatro camaradas que lo acompañaban murieron en el hielo antes de llegar a su campamento base y sus cuerpos no fueron recuperados hasta ocho meses después. Ahora se sabe que no murieron de hambre, si no porque sus cuerpos eran incapaces de ingerir todo el alimento que hubieran necesitado para tener la suficiente energía para mantenerse vivos frente al frío polar, agravado por una ventisca que les martirizó durante días, y al desgaste del cansancio por la carga de sus trineos. En esos trineos, que ellos mismos arrastraban, llevaban las muestras que habían ido recogiendo durante su travesía, y que, pese a verse al borde de la extenuación, no abandonaron. Cuando los hallazgos se recuperaron, junto a los restos de los expedicionarios, fueron de gran utilidad para la ciencia, pero quizá si los hubiesen dejado atrás, habrían podido sobrevivir.
Scott tuvo mala suerte pero, además, antepuso el brillo de la fama a la posibilidad de salvarse a sí mismo y a sus compañeros.
Dos años después, Shackleton (que participó a las órdenes de Scott en una misión previa, la ‘Discovery’) partió con el encargo de traspasar la última frontera que restaba en el Polo Sur: cruzarlo de punta a punta. No consiguió su objetivo, y cabría pensar que fracasó, pero lo cierto es que logró una hazaña aún más gloriosa: no perder ni a uno solo de los hombres de su expedición.
En el centenario de su hazaña, la editorial Impedimenta vuelve a demostrar su buen gusto trayendo al lector español una edición absolutamente elegante de esta gran aventura en un libro escrito e ilustrado por William Grill. La narración, certeramente traducida por Pilar Adón, es sencilla, que no simple, pero tremendamente emotiva. Cuando lo que se cuenta es grande, no hace falta inflar el relato. Sencillez y atención al detalle es lo que se ven también en los dibujos de Grill, tan minuciosos como faltos de toda pretenciosidad. Bajo una diáfana economicidad de medios aparece un estilo altamente depurado. Y es una auténtica delicia observar a esas páginas con decenas de perros o de marineros, sin que uno solo se repita ni se pueda confundir. O esas hojas casi en blanco, con apenas media docena de trazos que consiguen hacernos sentir la soledad y frío de las llanuras heladas de la Antártida.
A través de sus ilustraciones conoceremos el cuidado que puso Shackleton en su expedición desde su inicio, eligiendo durante dos años a los hombres que lo acompañarían en su mítica aventura, con entrevistas en las que se valoraría tanto sus conocimientos marinos como su buen humor, sus dotes cantantes, o su capacidad para llevarse bien con otros; cómo se decidió por una raza muy concreta de perros canadienses, se seleccionaron uno a uno y se asignaron personalmente a cada tripulante, no tanto por repartir obligaciones como para unirlos emocionalmente a ellos y darles además una mascota; las artes marineras sobre las que se diseñó y construyó el Endurance, el barco que tenía como tarea llevarlos entre los hielos; o cómo se trazó la ruta a seguir, y hasta las dificultades para encontrar patrocinador.
Después llega el relato épico de la expedición que, pese a iniciarse bien, poco a poco fue viviendo desastre tras desastre. Se detalla cómo lograron ir sobreponiéndose a ellos gracias al esfuerzo y la generosidad de todos y, sin duda, a la capacidad de Shackleton para hacerlos sentir unidos y con el ánimo intacto pese a bordear tantas veces la muerte. No quiero añadir muchos detalles para no desvelar más de este libro, pese a que se trata de una historia que quizá ya muchos conocerán. Puedo asegurar que, aunque se haya escuchado ya esta hazaña, se disfruta igual de la lectura del libro. Sigue siendo muy emocionante imaginarse a estos hombres, abrigados con rudimentaria lana o pieles que ni siquiera eran impermeables, soportar temperaturas de veinte o treinta grados bajo cero, sobreviviendo a base de talento y manteniendo además el ánimo cuando lo único que tenían eran miles de kilómetros de hielos alrededor. Y a Shackleton asegurándoles que todo iba a salir bien y volverían vivos e ingeniándoselas para que así fuera. Una lección, en muchos aspectos, sobre todo lo que puede tener de bueno la especie humana.
Lo recomiendo para cualquier edad, pero leerlo con niños, viendo sus reacciones y escuchando sus opiniones, es un placer añadido.
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