Care Santos
Las novelas de James Salter no se pueden explicar. Quiero decir que nunca se me ocurriría tratar de convencer a alguien de que debe leerlas explicándole de qué tratan. Sería como tratar de explicar la vida para convencer a alguien de que vale la pena vivir. En las novelas de James Salter ocurren cosas, claro, como en todas. Los personajes van y vienen, celebran fiestas, comen -comen mucho, enseguida trato de explicar por qué-, beben, tienen sexo, se divorcian, viajan, son felices o infelices. Sin embargo, el lector siempre sabe que lo importante no es lo que hacen sino lo que sienten, lo que son cuando sienten.
Me parece obvio que Salter es un hombre sabio. Alguien que sabe de la vida, de la condición humana. Me pregunto qué será que le ha hecho así. ¿La guerra en la que combatió? ¿Haber vivido casi 90 años? ¿Haberse tomado su carrera literaria con una calma inusitada? ¿Haber tenido una intensa vida amorosa? ¿Haber tardado 30 años en escribir una novela? ¿Acaso la muerte de su hija, ocurrida siendo ésta muy joven y en dramáticas circunstancias? Quién sabe. En las entrevistas, el autor se muestra tan taxativo como en sus novelas: desconfía, dice, de los autores que dicen crear mundos de la nada, construir sólo con la imaginación. Él, reconoce, siempre habla de sí mismo, siempre escribe el mismo libro, la misma historia. Sin embargo, hace falta distancia. Hay asuntos tan dolorosos que no pueden ser material novelable. No ha podido novelar jamás la muerte de su hija, ha dicho. Aunque en sus novelas el dolor está presente, se palpa, se mastica. No hay nada que aprecie más en una novela que la sabiduría de su autor. Por desgracia, es una cualidad que no abunda.
Lo he leído ya casi todo de James Salter. Incluso un libro muy raro, nunca traducido al español, que se titula Life is Meals (La vida son las comidas), en el que el autor, en compañía de su esposa, da forma a un diario más o menos gastronómico en el que mezcla anécdotas literarias con autobiografía y también con recetas. Es interesante leer ese libro a pequeños sorbos, en paralelo a las novelas. Es interesante buscarles coincidencias. Por ejemplo, en Todo lo que hay, Bowman, el protagonista, toma huevos pasados por agua para desayunar. Lo hace en la temporada más feliz de su vida. En Life is Meals, Salter explica cómo se prepara un huevo pasado por agua y loa la feliz sencillez del plato, que contagia alegría a quien lo ingiere. Lo mismo ocurre con otras comidas, que sus personajes degustan en la ficción, y que el autor prepara en la intimidad de su casa.
Y es que los personajes de Salter rompen aquella vieja norma de la que habló David Lodge, cuando decía que los seres de ficción no suelen sentarse a la mesa a comer, sino a hablar. Hacer que los personajes coman da mucho trabajo al autor y además resulta innecesario. El homo fictius no necesita alimentarse, decía Lodge. Por eso los alimentos raras veces aparecen en la narrativa. Salvo en Salter. A Salter, por alguna razón que debe de tener más que ver con la cocina que con el escritorio, le gusta que sus personajes se alimenten. Lo explica, da detalles: qué platos, qué vinos, en qué restaurantes. Con qué finalidad. En esta novela, por ejemplo, el protagonista invita a ostras en París a una joven conquista. Es una escena que precede a una terrible venganza, en el momento culminante de la trama. No comen ostras por casualidad. En Salter las cosas nunca ocurren porque sí. Son ostras con intención, cargadas de dramatismo. En Life is Meals, por supuesto, el autor también habla de ostras. Por cierto, que en Anna Karenina, Tolstoi también las pone sobre la mesa.
Se me ocurren varias razones para recomendar la obra de Salter. Trataré de enumerarlas:
1) Sabe.
2) Demuestra que sabe. Sus personajes también saben.
3) Sus argumentos son falsamente apacibles. De pronto aparecen capítulos que son como ataques terroristas. Ejemplos tomados del libro que nos ocupa: 22, 26 y 27.
4) Escoge las palabras con la precisión de un poeta. Se aprecia incluso en la traducción. Mérito del traductor, claro. Hay que dar gracias siempre a los buenos traductores.
5) Dialoga como un dramaturgo. Qué placer sus diálogos. Qué difícil es encontrar diálogos como estos: precisos, brillantes, falsamente simples...
6) Nunca parece estar contando algo trivial. Todo bajo su mirada cobra trascendencia.
7) Es tan buen novelista como cuentista. La última noche es un libro de relatos indispensable. El cuento que le da título y que cierra el libro es de los que no se olvidan.
Ah, por si alguien a pesar de todo quiere saber de qué va esta novela: Bowman, excombatiente en la Segunda Guerra Mundial, regresa a los Estados Unidos, donde tratará de superar sus recuerdos para emprender una vida normal. Encuentra trabajo en el sector editorial, conoce a una chica, se casa, progresa como editor, se divorcia, viaja, conoce otras mujeres, se acuesta con ellas, progresa más aún, encadena relaciones amorosas, conoce a la mujer de su vida, algo sale muy mal, se hunde, tiene un gran éxito profesional, aparece la memoria en su vida como síntoma de la edad, consuma algo así como una venganza terrible, conoce a otra mujer, se va a vivir con ella.
Nadie puede leer por otro, igual que nadie puede vivir por delegación. Por fortuna.
Me parece obvio que Salter es un hombre sabio. Alguien que sabe de la vida, de la condición humana. Me pregunto qué será que le ha hecho así. ¿La guerra en la que combatió? ¿Haber vivido casi 90 años? ¿Haberse tomado su carrera literaria con una calma inusitada? ¿Haber tenido una intensa vida amorosa? ¿Haber tardado 30 años en escribir una novela? ¿Acaso la muerte de su hija, ocurrida siendo ésta muy joven y en dramáticas circunstancias? Quién sabe. En las entrevistas, el autor se muestra tan taxativo como en sus novelas: desconfía, dice, de los autores que dicen crear mundos de la nada, construir sólo con la imaginación. Él, reconoce, siempre habla de sí mismo, siempre escribe el mismo libro, la misma historia. Sin embargo, hace falta distancia. Hay asuntos tan dolorosos que no pueden ser material novelable. No ha podido novelar jamás la muerte de su hija, ha dicho. Aunque en sus novelas el dolor está presente, se palpa, se mastica. No hay nada que aprecie más en una novela que la sabiduría de su autor. Por desgracia, es una cualidad que no abunda.
Lo he leído ya casi todo de James Salter. Incluso un libro muy raro, nunca traducido al español, que se titula Life is Meals (La vida son las comidas), en el que el autor, en compañía de su esposa, da forma a un diario más o menos gastronómico en el que mezcla anécdotas literarias con autobiografía y también con recetas. Es interesante leer ese libro a pequeños sorbos, en paralelo a las novelas. Es interesante buscarles coincidencias. Por ejemplo, en Todo lo que hay, Bowman, el protagonista, toma huevos pasados por agua para desayunar. Lo hace en la temporada más feliz de su vida. En Life is Meals, Salter explica cómo se prepara un huevo pasado por agua y loa la feliz sencillez del plato, que contagia alegría a quien lo ingiere. Lo mismo ocurre con otras comidas, que sus personajes degustan en la ficción, y que el autor prepara en la intimidad de su casa.
Y es que los personajes de Salter rompen aquella vieja norma de la que habló David Lodge, cuando decía que los seres de ficción no suelen sentarse a la mesa a comer, sino a hablar. Hacer que los personajes coman da mucho trabajo al autor y además resulta innecesario. El homo fictius no necesita alimentarse, decía Lodge. Por eso los alimentos raras veces aparecen en la narrativa. Salvo en Salter. A Salter, por alguna razón que debe de tener más que ver con la cocina que con el escritorio, le gusta que sus personajes se alimenten. Lo explica, da detalles: qué platos, qué vinos, en qué restaurantes. Con qué finalidad. En esta novela, por ejemplo, el protagonista invita a ostras en París a una joven conquista. Es una escena que precede a una terrible venganza, en el momento culminante de la trama. No comen ostras por casualidad. En Salter las cosas nunca ocurren porque sí. Son ostras con intención, cargadas de dramatismo. En Life is Meals, por supuesto, el autor también habla de ostras. Por cierto, que en Anna Karenina, Tolstoi también las pone sobre la mesa.
Se me ocurren varias razones para recomendar la obra de Salter. Trataré de enumerarlas:
1) Sabe.
2) Demuestra que sabe. Sus personajes también saben.
3) Sus argumentos son falsamente apacibles. De pronto aparecen capítulos que son como ataques terroristas. Ejemplos tomados del libro que nos ocupa: 22, 26 y 27.
4) Escoge las palabras con la precisión de un poeta. Se aprecia incluso en la traducción. Mérito del traductor, claro. Hay que dar gracias siempre a los buenos traductores.
5) Dialoga como un dramaturgo. Qué placer sus diálogos. Qué difícil es encontrar diálogos como estos: precisos, brillantes, falsamente simples...
6) Nunca parece estar contando algo trivial. Todo bajo su mirada cobra trascendencia.
7) Es tan buen novelista como cuentista. La última noche es un libro de relatos indispensable. El cuento que le da título y que cierra el libro es de los que no se olvidan.
Ah, por si alguien a pesar de todo quiere saber de qué va esta novela: Bowman, excombatiente en la Segunda Guerra Mundial, regresa a los Estados Unidos, donde tratará de superar sus recuerdos para emprender una vida normal. Encuentra trabajo en el sector editorial, conoce a una chica, se casa, progresa como editor, se divorcia, viaja, conoce otras mujeres, se acuesta con ellas, progresa más aún, encadena relaciones amorosas, conoce a la mujer de su vida, algo sale muy mal, se hunde, tiene un gran éxito profesional, aparece la memoria en su vida como síntoma de la edad, consuma algo así como una venganza terrible, conoce a otra mujer, se va a vivir con ella.
Nadie puede leer por otro, igual que nadie puede vivir por delegación. Por fortuna.
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