Care Santos
Milan Kundera tiene 85 años. Ha tardado 14 en volver a publicar después de La ignorancia. Es razonable pensar que ésta será su última obra. También lo es sospechar que en ella Kundera nos está entregando una especie de declaración de últimas voluntades. Un texto en el que nos entrega sus conclusiones, después de permanecer en el mundo durante ocho décadas y media. Pero antes de entrar a analizar cuáles pueden ser esas conclusiones, hay dos detalles que creo importantes. El primero es la solapa izquierda del libro, allá donde normalmente se imprime la biografía del autor, cargada de méritos, países a los que ha sido traducida su obra y títulos de sus obras anteriores, todos muy leídos y laureados. Todo esto podría haber aparecido en esta solapa, y habría podido continuar -por falta de espacio- en la otra. Pero no. Kundera sólo ha querido que figurara lo siguiente: "Milan Kundera nació en Brno (Repúbllica Checa) en 1929". De modo que un ignorante podría pensar que se trata de un autor debutante entradito en años. ¿O sólo es una broma? Una muy seria, que tiene que ver con el contenido del libro: en él, Kundera declara la irrelevancia de todo lo destacado, empezando por sus propios laureles. O tal vez es que le disgusta que todo el mundo dé tanta importancia a estas cosas, igual que le disgustan las entrevistas, los periodistas, el modo fácil de ver las cosas desde los titulares, las lecturas epidérmicas. Kundera lleva años protegiéndose del mundo, como quien se protege de un virus muy contagioso. Esa lacónica presentación de sí mismo es una defensa más.
El otro detalle a destacar es el idioma. Kundera ha escrito esta novela en francés. Es su décima obra en francés, después de las novelas La lentitud, La identidad y La ignorancia, de la obra de teatro Jacques y su amo y de cuatro ensayos sobre literatura. A mí me pareció, en su momento, percibir una evolución hacia la desnudez cuando el autor dejó de escribir en checo y comenzó a escribir en francés. Puede ser esa la intención, como parece que fue también la de Samuel Beckett: acercarse más al disfraz, a la impostura, escribiendo en un idioma que no era su lengua materna. El idioma de su transformación, de su pérdida -pretendida- de identidad. O puede que sólo sea otro juego. Hablar un idioma que no te pertenece es como jugar a nombrar el mundo de un modo nuevo, diferente. Renombrar es reiventarse.
Pero vayamos con el libro. La historia es la siguiente: cuatro amigos que viven en París tienen pequeños encuentros en los que afloran las grandes cuestiones de la vida y, al mismo tiempo, algunas de las nimiedades más cotidianas. Uno de ellos acaba de recibir la noticia de que no morirá de cáncer, aunque lo oculta a su amigo sin saber muy bien por qué. Otro está preocupado por la inminente muerte de su madre. Un tercero ha convertido la ausencia de la figura maternal en una obsesión por los ombligos de las mujeres. Alguno quiere visitar una exposición de Chagall, pero no lo consigue jamás porque detesta guardar cola. Todos los temas son tratados con naturalidad de sobremesa, el autor nos habla, nos increpa, confiesa sus errores y nos lleva de la mano de peripecia en peripecia. Todo es como un enorme divertimento, donde lo que ocurre y se nos cuenta no es lo más importante. Lo importante es lo que podría ocurrir. Un juego de espejos, de referentes, de sobreentendidos que subyace en el texto. Cuando el autor habla de Stalin, y le recrea contando anécdotas difíciles de creer, que pueden ser tomadas por un chiste, nos dice que reír puede ser muy peligroso para quienes escuchan. De igual modo, la interpretación errónea de una broma traía muy serios problemas a uno de los personajes de la primera novela del autor checo, la magnífica La broma (1967). Milan Kundera lleva casi 50 años escribiendo la misma historia. La historia de un mundo que se toma a sí mismo demasiado en serio.
Es cierto que aquí todo admite interpretaciones, que todos los personajes son susceptibles de ser analizados desde la filosofía, desde la ética, desde la historia, porque al autor le divierte la ambigüedad, porque no le gustan las interpretaciones fáciles. En cierto modo, es Kundera concentrado, esencia del Kundera que lleva medio siglo encandilándonos con ese modo tan suyo de ver lo pequeño antes que lo grande. Mejor: de mostrarnos cómo lo pequeño es siempre el lugar donde lo grande palpita y se muestra. Es analizando las pequeñas reacciones de Stalin al bromear con sus invitados como podremos entender de verdad cómo era el dirigente ruso. Es sabiendo por qué ríe la mujer que acaba de perder a su compañero de toda la vida como de verdad comprenderemos su fortaleza y su entrega. Un juego -uno más- fascinante, porque nos adentra en las profundidades del alma humana, que el autor conocer mejor que ningún otro territorio.
Aunque debo hacer también una confesión: durante la lectura de esta obra breve, de apariencia y lectura fáciles, no pude quitarme de la cabeza ni un momento las grandes obras de su autor. El Kundera de La vida está en otra parte, de La broma o -sobre todo- de El libro de la risa y el olvido, mi favorita. Un Kundera vigoroso, tal vez no tan sabio como el actual, más apasionado. El Kundera que escribía en su lengua materna, descreía menos de la humanidad y no utilizaba el lenguaje como un escudo protector.
Aunque debo hacer también una confesión: durante la lectura de esta obra breve, de apariencia y lectura fáciles, no pude quitarme de la cabeza ni un momento las grandes obras de su autor. El Kundera de La vida está en otra parte, de La broma o -sobre todo- de El libro de la risa y el olvido, mi favorita. Un Kundera vigoroso, tal vez no tan sabio como el actual, más apasionado. El Kundera que escribía en su lengua materna, descreía menos de la humanidad y no utilizaba el lenguaje como un escudo protector.
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