Luis Manuel Ruiz
Los manuales, que suelen trocear para masticar mejor, dividen la música del siglo XVIII en dos grandes mitades. La primera, cuyo inicio se pierde en las postrimerías del siglo previo, abarcaría hasta 1750 y correspondería al estilo denominado Barroco, con el bajo cifrado, la repetición de suites y fugas, los primeros balbuceos de la ópera y las severidades del contrapunto; de 1750 a 1800 tomaría el relevo el estilo clásico, la edad áurea de Haydn y Mozart, donde la melodía se libera de todas las trabas académicas que la afligían hasta la fecha y se logra un arte lineal y transparente, que copia los ángulos rectos de las iglesias neoclásicas y las cláusulas de los mamotretos de Kant. Eso dicen los manuales; la realidad, menos disciplinada, no habría aprobado un examen de Música: se pierde en cosas, autores y estilos que los maestros tienen poco tiempo para tratar.
El libro de Charles Burney es una excursión por ese reino intermedio. La fecha de su periplo, 1770, supone una fértil tierra de nadie donde los manuales se sentirían fuera de cobertura. El Barroco ha terminado, o casi, pero de ese Clasicismo que venía a tomar el relevo apenas contamos con leves chispazos. Los maestros con los que Burney conversa, los ejemplos musicales a los que recurre, las teorías en boga y las prácticas de interpretación no se acomodan con facilidad a ninguno de los bloques cronológicos con marca registrada. El violín, sin ir más lejos: sabemos que las partitas de Bach han de tocarse, si uno respeta el criterio histórico, con la caja sostenida contra el hombro, mientras que los conciertos de Mozart han de hacerse con la caja bajo la barbilla, igual que ahora. Burney se encuentra una incoherencia irresponsable, una docena de posibles alternativas que no se decantan claramente por una dirección y que son muestra obvia de un proceso en desarrollo. Lo mismo vale para las formas musicales: ¿qué es esa symphonia que recurre al conjunto de la orquesta sin una estructura fija, que lo mismo cuenta con tres que con cuatro movimientos o más y que a veces encabeza una obra teatral? ¿Qué son esas fantasías, rondós, arias, en los que el instrumento se pierde en solitario en busca de un armazón que le dé sentido y coherencia y lo mismo se enrosca sobre sí que se pierde en los vacíos de la tonalidad abierta?
Burney recorre un mundo sin cuajar, el mundo del style galant. Hoy se trata de una etiqueta especializada que se considera bisagra entre dos formas de arte absolutas, pero los autores (la mayoría olvidados) que practicaron esta fórmula estaban convencidos de guerrear en la verdadera vanguardia de su siglo. La Francia y la Italia que Burney franquea es la de Jean-Marie Leclair, la de Paisiello y Cimarosa, la de los hijos de Bach, uno en Londres y otro en Hamburgo, la de los experimentos con la flauta de Quantz, la del caldo de cultivo de los alemanes de Mannheim en que herviría la técnica del joven Mozart. Un estilo desenfadado y solar de raíz mediterránea que suele identificarse con la arquitectura rococó, más lleno de chispa y humor que el clasicismo vienés y menos pueril de lo que consideran ciertos críticos con arrugas en la frente.
Para atravesar ese cuadro que recuerda inevitablemente a los paisajes de Watteau, Burney apuesta por el diario de viaje, un género muy frecuentado por sus compatriotas que permite apreciar el color local y practicar lo mismo la antropología que el caricaturismo. En este sentido, el autor se revela un hijo apropiado de su siglo: un individuo atento, curioso, educado, en liza continua con sus prejuicios, convencido de que el primer precepto del aprendizaje es limpiarse a conciencia los oídos. La traducción y los comentarios eruditos de un gigante de la musicología como Ramón Andrés hacen de este libro un título imprescindible (uno más) en la biblioteca del aficionado, o de la persona con buen gusto sin más.
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