Juan Laborda Barceló
Un diálogo entre un padre y un hijo nunca resulta baladí, pues aunque el tema pueda ser frívolo, las cargas emotivas que se transmiten en el camino no son gratuitas. Todos nos vemos deformados en el espejo de nuestras vivencias. Nos toca por lo sentido, por la evidencia. Cuando, además, esta dialéctica se inicia producida por un suceso traumático su sencillez resulta hiriente.
El título de la novela nos lleva a un descenso, puntual y concreto, a los infiernos. Pablo, un chaval de dieciocho años, se lanza al vacío desde el tercer piso de la vivienda familiar. Allá abajo, en El patio inglés, se abren las fauces del suicidio. Es un gran tema, tan áspero de abordar como delicado de analizar. Aquí reside uno de los múltiples aciertos que esconden estas letras. Gonzalo Garrido, con una valentía poco habitual en el mundo editorial actual, se aleja del género negro que visitó exitosamente en su primera novela, La flores de Baudelaire, para atreverse con un comprometido salto sin red: una creación íntima.
Es esta una obra breve, personal, pequeña en sus formas, pero profunda en sus contenidos. El padre dolido, y sus pensamientos en forma de torrente, y el hijo suicida, establecerán un diálogo imposible a través de estas páginas. En ellas, con una serie de monólogos intercalados, se dibujan grandezas y miserias, incomprensiones y anhelos, desencuentros e ilusiones que suman un todo hasta llegar al momento crítico.
Las letras del padre son sentidas, pensadas y expuestas bajo la luz de una razón exenta de grandes esperanzas. La virtud conformista de la mediocridad es, a los ojos del hijo, un pecado. Las penas heredadas, el conflicto con su propio padre, un trabajo gris y un matrimonio inevitablemente apagado por el paso del tiempo son sus ingredientes diarios.
El joven, producto sin saberlo de las mezquindades pequeñoburguesas de sus progenitores, muestra en su diario todo un mar de dudas. Quizá sea esta, en contra de lo que puede parecer, una de las más vitalistas muestras de exploración personal que encontramos en el ser humano. Las entradas están especialmente conseguidas, puesto que reflejan tanto la inseguridad como el deseo de encontrarse inherente a cualquier adolescente, pero a su vez esconden mucha verdad, como si la búsqueda fuera el camino mismo. Allí encontramos esa intensa sinrazón de la juventud transformada en la más sartriana angustia de vivir. A pesar de la apatía, de los desengaños amorosos y familiares, de la ira hacia la vida y hacia los padres, recoge una sabiduría universal. Su drama personal no deja de ser ejemplo de la introspección más inquisitiva. Las piedras del camino, los desamores, los otros, la política, los estudios, la creación, uno mismo… la existencia, en suma, no le dejará ver el bosque entre las ramas.
Las certezas enfrentadas del ser maduro y de su astilla, contrapuestas por la esencia misma de la paternidad, son la base de la novela. Se trata de un viaje del que es imposible apearse pues nos veremos identificados, interpelados o rechazados a partes iguales por las reflexiones íntimas de ambos familiares.
Las penas e ilusiones de los protagonistas, padre e hijo, no dejan de ser una intensa radiografía del individuo y de la sociedad que los acoge. No importa que sea el Bilbao de los años ochenta o el Madrid de ayer, las ansias de construir a nuestra imagen y semejanza, de cincelar a nuestros vástagos y de perpetuarnos en esta tierra son las mismas. Los hijos, por su parte, deberán siempre esmerarse por romper el molde. Es la vida, tal cual. No se pierdan esta novela, les llegará muy dentro.
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