Trad. e introd. James y Marian Womack. Impedimenta, Madrid, 2009. 192 pp. 18,20 €
Fernando Sánchez Calvo
Boris Savinkov fue un gran aristócrata, un gran escéptico, un gran revolucionario y un gran terrorista. Por lo tanto, El caballo amarillo (Impedimenta, traducción y prólogo de James y Marian Womack) es el diario y testamento de un gran aristócrata, un gran escéptico, un gran revolucionario y un gran terrorista. Grande, sin exclusión, en todas las facetas, pues todo lo hizo bien (hasta el mal). El punto de partida: un comando de insurrectos prepara un atentado contra el gobernador general de Moscú. El objetivo: el zar y toda su corte deben caer para que el pueblo suba. El protagonista: George O’Brien, fiel trasunto de Savinkov, nihilista y revolucionario convencido para quien (en sus propias palabras) «la sangre es como el agua». El antagonista: la policía secreta del Zar y, por qué no, el mismo George O’Brien, el hombre idóneo para salvar a todo el pueblo ruso de la tiranía pero no para vivir en paz consigo mismo; es el sino del revolucionario, que sirve para luchar, cambiar una situación; no desde luego para disfrutar de dicho cambio. De todo ello (y a base de breves apuntes o notas) Boris Savinkov teje un ejercicio místico donde matar es más un acto de fe que un medio, más un estilo de vida que un oficio. Por otra parte resulta obvia la tradición de El caballo amarillo: Dovstoevsky y todos los realistas rusos que luego resultaron no ser tan realistas; sin embargo, Savinkov no hace de su novela un diario de acontecimientos tal y como sería esperable, sino un diario de sensaciones, de vueltas a lo ya dicho, de cansancios y dudas; «¿cuál es el sentido de todo esto?», se pregunta varias veces y de varias formas el protagonista; nunca se responde, pues no hay ninguna solución para quien no conoce sus objetivos. Quizás la única salida sea el amor que, con devoción, siente por Yelena, compañera casada a quien O’Brien es incapaz de conquistar espiritualmente hablando. Nos situamos por lo tanto ante una novela de aventuras ya conocidas, de intrigas casi resueltas, donde lo más insondable e imprevisible es el ser humano y sus relaciones con los demás. «Estoy cansado de la gente y sus vidas», reconoce en un momento crítico nuestro hombre, seguramente más escéptico y menos vital que su trasunto en la realidad, Boris Savinkov, quien siempre vivió a caballo entre varios países, entre dos mundos políticos, sobre la frontera, y nunca se quedó en ningún sitio, ni siquiera en la prisión en la que sus propios compañeros bolcheviques le reservaban una plaza.
Fernando Sánchez Calvo
Boris Savinkov fue un gran aristócrata, un gran escéptico, un gran revolucionario y un gran terrorista. Por lo tanto, El caballo amarillo (Impedimenta, traducción y prólogo de James y Marian Womack) es el diario y testamento de un gran aristócrata, un gran escéptico, un gran revolucionario y un gran terrorista. Grande, sin exclusión, en todas las facetas, pues todo lo hizo bien (hasta el mal). El punto de partida: un comando de insurrectos prepara un atentado contra el gobernador general de Moscú. El objetivo: el zar y toda su corte deben caer para que el pueblo suba. El protagonista: George O’Brien, fiel trasunto de Savinkov, nihilista y revolucionario convencido para quien (en sus propias palabras) «la sangre es como el agua». El antagonista: la policía secreta del Zar y, por qué no, el mismo George O’Brien, el hombre idóneo para salvar a todo el pueblo ruso de la tiranía pero no para vivir en paz consigo mismo; es el sino del revolucionario, que sirve para luchar, cambiar una situación; no desde luego para disfrutar de dicho cambio. De todo ello (y a base de breves apuntes o notas) Boris Savinkov teje un ejercicio místico donde matar es más un acto de fe que un medio, más un estilo de vida que un oficio. Por otra parte resulta obvia la tradición de El caballo amarillo: Dovstoevsky y todos los realistas rusos que luego resultaron no ser tan realistas; sin embargo, Savinkov no hace de su novela un diario de acontecimientos tal y como sería esperable, sino un diario de sensaciones, de vueltas a lo ya dicho, de cansancios y dudas; «¿cuál es el sentido de todo esto?», se pregunta varias veces y de varias formas el protagonista; nunca se responde, pues no hay ninguna solución para quien no conoce sus objetivos. Quizás la única salida sea el amor que, con devoción, siente por Yelena, compañera casada a quien O’Brien es incapaz de conquistar espiritualmente hablando. Nos situamos por lo tanto ante una novela de aventuras ya conocidas, de intrigas casi resueltas, donde lo más insondable e imprevisible es el ser humano y sus relaciones con los demás. «Estoy cansado de la gente y sus vidas», reconoce en un momento crítico nuestro hombre, seguramente más escéptico y menos vital que su trasunto en la realidad, Boris Savinkov, quien siempre vivió a caballo entre varios países, entre dos mundos políticos, sobre la frontera, y nunca se quedó en ningún sitio, ni siquiera en la prisión en la que sus propios compañeros bolcheviques le reservaban una plaza.
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