Trabe, Oviedo, 2008. 262 pp. 18 €
Sofía Castañón
Decimos turista incidental y que esto no engañe al lector: en este libro de viajes no hay turista. Hay una isla, de nombre Martín, que se mueve por las calles, las orillas, los cafés y los bosques. Y esa isla con un equipaje esencial, como el de un caracol, nos habla del mundo que va descubriendo. Y de cómo el mundo le va descubriendo por el camino.
Libre para partir es una recopilación de libretas y cuadernos, de anotaciones en trenes por el corazón de Europa, de servilletas frente a un café en el Trastevere. Tiene alguna postal de las que no llegan a enviarse, y varios relatos donde los amigos saben hacer la respiración asistida cuando parece que se ha esfumado cualquier esperanza. Lasciate ogne speranza, rezaba Dante en su travesía tricolor. Pero Martín López-Vega, que se mueve por estas páginas en trenes de coche cama o en vaporetto, encuentra nuevas ilusiones al entrar en cada ciudad. Aunque sea como el poeta que vive en esa isla y busca en ocasiones el momento de despedirse.
En la isla que viaja vive, como decía, un poeta, y en el Jardín Japonés de Buenos Aires escribe: «El pez dorado/ cruza el lago en zigzag/ -y no decide nada». Pero el poeta no vive solo, lo que es un alivio para la isla, que quizás no podría soportar esa preñez de saudade. Vive también un irónico traductor, que se deja llevar por la realidad que lo saluda, enérgica, cuando en Viena, «en la plaza de Karajan, un gallego grita: -¡Mira! ¡A praza do carallo!» o que en Berlín nos acerca un poema de Kurt Tucholsky sobre el cementerio judío. En alguna parte de la isla está un cronista ácido del tiempo, que puede ver extasiado un relámpago en París (“me he puesto a pensar en qué puede significar eso, como si todas las cosas significasen algo) hasta que se encuentra “al español que lleva dentro” y “se ha acabado la literatura. –Significa que hay tormenta, gilipollas”.
Como en toda isla, está también un naufrago, con barba de Ulises y con la brújula de Ítaca desmagnetizada. Y un crítico de calles, que sabe cuándo un lugar es de mentira, como si Santa Bárbara fuera un cruce entre los decorados del western y “una ciudad andaluza made in Walt Disney”.
Por el camino, muchos no verán una isla, si no un hombre con un gusto especial por los cafés, por los jardines, por recoger en pequeñas estampas caligráficas las ciudades que se va encontrando y que cambian como ríos. Un hombre que escribe en la puerta de unos baños públicos de Budapest, entre una madeja de inscripciones patrióticas, “Martín é nação” pues, como argumenta, “yo soy nación y declaro en mí oficial el portugués”.
Esta isla no es un turista porque incide sobre la tierra nueva que está pisando, y eso los turistas no saben –no sabemos, porque todos a veces turisteamos hasta en la casa que planeamos habitar- o no quieren hacerlo. Este turista incidental, que es como una expresión antagónica en sí misma, podría vivir en una hipotética película de Manoel de Oliveira, en la que dos personajes mantuvieran un diálogo con frases como “-En realidad, cada familia vive en una isla. Cada hombre vive en una isla”.
Una piensa que Libre para partir es un libro para regalar a muchos amigos que se quedaron prendados de Venecia, de Lisboa, de Berlín, de Oporto, de Helsinki… Y mientras piensa eso, el paisaje amarillento y castellano que corre por la ventanilla del tren se va volviendo cada vez más verde y en los asientos de al lado una niña, que se subió en Valladolid y va a Gijón, le pregunta a su madre si ya han llegado a España.
Sofía Castañón
Decimos turista incidental y que esto no engañe al lector: en este libro de viajes no hay turista. Hay una isla, de nombre Martín, que se mueve por las calles, las orillas, los cafés y los bosques. Y esa isla con un equipaje esencial, como el de un caracol, nos habla del mundo que va descubriendo. Y de cómo el mundo le va descubriendo por el camino.
Libre para partir es una recopilación de libretas y cuadernos, de anotaciones en trenes por el corazón de Europa, de servilletas frente a un café en el Trastevere. Tiene alguna postal de las que no llegan a enviarse, y varios relatos donde los amigos saben hacer la respiración asistida cuando parece que se ha esfumado cualquier esperanza. Lasciate ogne speranza, rezaba Dante en su travesía tricolor. Pero Martín López-Vega, que se mueve por estas páginas en trenes de coche cama o en vaporetto, encuentra nuevas ilusiones al entrar en cada ciudad. Aunque sea como el poeta que vive en esa isla y busca en ocasiones el momento de despedirse.
En la isla que viaja vive, como decía, un poeta, y en el Jardín Japonés de Buenos Aires escribe: «El pez dorado/ cruza el lago en zigzag/ -y no decide nada». Pero el poeta no vive solo, lo que es un alivio para la isla, que quizás no podría soportar esa preñez de saudade. Vive también un irónico traductor, que se deja llevar por la realidad que lo saluda, enérgica, cuando en Viena, «en la plaza de Karajan, un gallego grita: -¡Mira! ¡A praza do carallo!» o que en Berlín nos acerca un poema de Kurt Tucholsky sobre el cementerio judío. En alguna parte de la isla está un cronista ácido del tiempo, que puede ver extasiado un relámpago en París (“me he puesto a pensar en qué puede significar eso, como si todas las cosas significasen algo) hasta que se encuentra “al español que lleva dentro” y “se ha acabado la literatura. –Significa que hay tormenta, gilipollas”.
Como en toda isla, está también un naufrago, con barba de Ulises y con la brújula de Ítaca desmagnetizada. Y un crítico de calles, que sabe cuándo un lugar es de mentira, como si Santa Bárbara fuera un cruce entre los decorados del western y “una ciudad andaluza made in Walt Disney”.
Por el camino, muchos no verán una isla, si no un hombre con un gusto especial por los cafés, por los jardines, por recoger en pequeñas estampas caligráficas las ciudades que se va encontrando y que cambian como ríos. Un hombre que escribe en la puerta de unos baños públicos de Budapest, entre una madeja de inscripciones patrióticas, “Martín é nação” pues, como argumenta, “yo soy nación y declaro en mí oficial el portugués”.
Esta isla no es un turista porque incide sobre la tierra nueva que está pisando, y eso los turistas no saben –no sabemos, porque todos a veces turisteamos hasta en la casa que planeamos habitar- o no quieren hacerlo. Este turista incidental, que es como una expresión antagónica en sí misma, podría vivir en una hipotética película de Manoel de Oliveira, en la que dos personajes mantuvieran un diálogo con frases como “-En realidad, cada familia vive en una isla. Cada hombre vive en una isla”.
Una piensa que Libre para partir es un libro para regalar a muchos amigos que se quedaron prendados de Venecia, de Lisboa, de Berlín, de Oporto, de Helsinki… Y mientras piensa eso, el paisaje amarillento y castellano que corre por la ventanilla del tren se va volviendo cada vez más verde y en los asientos de al lado una niña, que se subió en Valladolid y va a Gijón, le pregunta a su madre si ya han llegado a España.
1 comentario:
Buena frase, cada hombre vive en su isla; tal vez te la tome prestada. Suerte.
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