Trad. María Lozano. Alfaguara, Madrid, 2009. 816 pp. 24 €
Recaredo Veredas
La obra de Vladimir Nabokov está marcada por la nostalgia, por la añoranza inagotable –e incurable- de la Rusia de su infancia. Un mundo injusto y tiránico –la familia del escritor formaba parte de la élite política zarista, aunque fuera en su vertiente pseudodemocrática- pero a nadie puede negarse la propiedad y la justicia de sus primeras memorias, y menos cuando son formuladas con tanta belleza. El ruso, tal y como afirma en Habla memoria, no recriminaba a los bolcheviques que despojaran a los suyos de su vasto patrimonio sino que le hurtaran sus recuerdos. Se percibe, aunque no siempre lo exprese de modo directo, en su melancolía, en su obsesión por la belleza del instante y su inmediata añoranza: «Me di cuenta de que el mundo no representa para nada una lucha, ni tampoco una secuencia de ávidos acontecimientos casuales, sino una dicha trémula, una inquietud turbada y benéfica, una dádiva que nos ha sido concedida e ignorada».
No es el de Nabokov un estilizamiento vacío: corresponde con su mirada sobre el mundo. Con una ética con la que se puede mantener un absoluto desacuerdo pero cuya plasmación es irrebatible. Su fijación por el lenguaje no impide que sea capaz de recrear sentimientos sumamente complejos en apenas una frase, logrando casi de inmediato la identificación del lector. La técnica no es para V.N. un simple medio de exhibición sino el camino que le permite transmitir con plena fidelidad sus pretensiones. Gracias a ese dominio puede deslizarse con extrema facilidad de la novela al relato y conseguir, a un tiempo, innovar y crear obras certeramente clásicas. Puede oscilar a su antojo desde un tono infantil hasta otro puramente realista.
En estos relatos no rigen las mismas medidas del tiempo y el espacio que en nuestro mundo. Su distorsión es próxima a la de otros eslavos oníricos, como Marc Chagall. Es la suya una perspectiva capaz de convertir un barrio de emigrantes de Berlín, donde su familia malvivía junto con miles de rusos blancos, en un espacio tan hipnótico como los parajes de Ada o el Ardor. Él mismo define, en estas páginas, la causa de su peculiar enfoque de la realidad: «De la misma manera nosotros, los escritores, alteramos los temas de la vida a nuestro antojo para que se acomoden al instinto que nos lleva a buscar una suerte de armonía convencional, una especie de concisión artística». Puede apreciarse la influencia de los movimientos que le circundaron, como el expresionismo berlinés (sus tranvías, sus perspectivas dislocadas, su caótico y bullicioso orden), que modificaron, aunque nunca sustancialmente, su perspectiva.
Son las suyas historias de amor extrañas, vividas y sufridas entre seres melancólicos. Nabokov se muestra como un amante de la inocencia de los monstruos, masacrada por la modernidad, como le ocurre a ese dragón, utilizado como soporte publicitario por una marca de tabacos, que prefiere morir antes de soportar la pérdida de valores de la sociedad contemporánea.
Recaredo Veredas
La obra de Vladimir Nabokov está marcada por la nostalgia, por la añoranza inagotable –e incurable- de la Rusia de su infancia. Un mundo injusto y tiránico –la familia del escritor formaba parte de la élite política zarista, aunque fuera en su vertiente pseudodemocrática- pero a nadie puede negarse la propiedad y la justicia de sus primeras memorias, y menos cuando son formuladas con tanta belleza. El ruso, tal y como afirma en Habla memoria, no recriminaba a los bolcheviques que despojaran a los suyos de su vasto patrimonio sino que le hurtaran sus recuerdos. Se percibe, aunque no siempre lo exprese de modo directo, en su melancolía, en su obsesión por la belleza del instante y su inmediata añoranza: «Me di cuenta de que el mundo no representa para nada una lucha, ni tampoco una secuencia de ávidos acontecimientos casuales, sino una dicha trémula, una inquietud turbada y benéfica, una dádiva que nos ha sido concedida e ignorada».
No es el de Nabokov un estilizamiento vacío: corresponde con su mirada sobre el mundo. Con una ética con la que se puede mantener un absoluto desacuerdo pero cuya plasmación es irrebatible. Su fijación por el lenguaje no impide que sea capaz de recrear sentimientos sumamente complejos en apenas una frase, logrando casi de inmediato la identificación del lector. La técnica no es para V.N. un simple medio de exhibición sino el camino que le permite transmitir con plena fidelidad sus pretensiones. Gracias a ese dominio puede deslizarse con extrema facilidad de la novela al relato y conseguir, a un tiempo, innovar y crear obras certeramente clásicas. Puede oscilar a su antojo desde un tono infantil hasta otro puramente realista.
En estos relatos no rigen las mismas medidas del tiempo y el espacio que en nuestro mundo. Su distorsión es próxima a la de otros eslavos oníricos, como Marc Chagall. Es la suya una perspectiva capaz de convertir un barrio de emigrantes de Berlín, donde su familia malvivía junto con miles de rusos blancos, en un espacio tan hipnótico como los parajes de Ada o el Ardor. Él mismo define, en estas páginas, la causa de su peculiar enfoque de la realidad: «De la misma manera nosotros, los escritores, alteramos los temas de la vida a nuestro antojo para que se acomoden al instinto que nos lleva a buscar una suerte de armonía convencional, una especie de concisión artística». Puede apreciarse la influencia de los movimientos que le circundaron, como el expresionismo berlinés (sus tranvías, sus perspectivas dislocadas, su caótico y bullicioso orden), que modificaron, aunque nunca sustancialmente, su perspectiva.
Son las suyas historias de amor extrañas, vividas y sufridas entre seres melancólicos. Nabokov se muestra como un amante de la inocencia de los monstruos, masacrada por la modernidad, como le ocurre a ese dragón, utilizado como soporte publicitario por una marca de tabacos, que prefiere morir antes de soportar la pérdida de valores de la sociedad contemporánea.
1 comentario:
Gracias por recordarme que lo tengo a la espera con el tomo de Faulkner.
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