Pedro M. Domene
El hombre no es más que historia, y existe en cuanto es capaz de recordar a través de su pasado, y consecuencia obvia de su propia memoria, tras una existencia que oscila entre un presente que se convierte en pasado, y ese incierto futuro como proyección de ese límite mismo que nos impone la vida, y aunque no trascribamos textualmente uno de los pensamientos del celebrado Pierre Chaunu, nos sirve para situar, inicialmente, la última propuesta narrativa de Carlos Manzano (Zaragoza, 1965), Paisajes en la memoria (2015), o mejor el relato de ese cruce de caminos que se nos antoja la juventud, y que solo vislumbramos cuando en la madurez sopesamos el tiempo que hemos perdido. Y algo de esto le ocurre a Ricardo, un adolescente de diecisiete años que, inesperadamente, se verá envuelto en una relación con una mujer que le dobla la edad y lo lleva al paroxismo de una intensa iniciación sexual de la que peor parte se llevará el joven que no comprende aun los mecanismos que rigen el amor, un sentimiento que, con su madurez, Sara le explica, «enamorarse no resulta lo mismo que sentir amor». La extensa primera parte, “Paisajes del Sur”, se desarrolla en Zaragoza, bastante explicita, contiene imágenes y situaciones de extremado erotismo y suponen para su protagonista masculino, despertar a una realidad insospechada y, fundamentalmente, un primer y brutal aprendizaje.
Carlos Manzano es sociólogo de profesión y bastante/ mucho se deja notar en su texto porque ha escrito una novela de perspectivas humanas y sociológicas muy ambiciosas; de un lado la visión adolescente y casi erótica del amor desde la visión de un inexperto, y de otro, la de una mujer casada y adulta cuya contemplación no pasa de una vulgar promiscuidad sin importarle mucho el trasfondo, o su vida privada; pero que, sin embargo, servirá al joven protagonista para vivir en un intenso enamoramiento sus continuas relaciones sexuales a que se ve abocado desde la iniciativa de esta extraña y asombrosa mujer que provoca la situación inicial en su propia casa, y no parece esconder nada. La perspectiva que ofrece Manzano de la adolescencia es esa etapa de conocimiento y reconocimiento, como le ocurre al joven, de aspiraciones, de secretos y, por qué no, de insospechados flechazos, adornado todo con algo de romanticismo. Ricardo pasará pronto de la atracción al enamoramiento, aunque a lo largo de sus relaciones, eminentemente sexuales, Sara le recuerda que el amor está un poco más allá y no debe confundir su atracción con el amor de toda una vida, que es como lo siente el joven. Fría y calculadora, Sara no esconde que puede tener otras relaciones, con un indeseable como Sabater, y después, con Abdul, el moro que su amigo Damián y él mismo habían socorrido en alguna ocasión anterior. Imprudente e impulsivo frente a la visión que esta mujer tiene de su vida amorosa, un joven celoso rompe esa tensión sexual que mantiene y quiebra la fidelidad que había mantenido con ella dentro de su extraña relación; es entonces cuando decide dar un asombroso paso, entrevistarse con el marido; un hecho que romperá la armonía orquestada por esa mujer madurada, la linealidad del relato y dará pie a esa segunda parte de la novela, y que Manzano titula, “Paisajes del Norte”.
Diecisiete años después, la acción se sitúa ahora en la ciudad alemana de Fráncfort, donde ya un maduro Ricardo tiene un trabajo, bien retribuido y no demasiado exigente como banquero, y finalmente ha roto con su pasado, vive en un modesto apartamento, y su vida sexual queda relegada a esporádicos encuentros con alguna compañera de trabajo; un día sorprende a dos adolescentes erasmus hablando español y parece que una de ellas le recuerda la voz de Sara, aunque no existe posibilidad alguna de una confusión, su antigua amante rondaría la cincuentena entonces. Lucía, una de ellas, se identifica y convierte en foco de atención porque el destino ha querido que esta jovencísima a quien un día conoció de niña, le justifique los años previos perdidos, y además lo ponga al día de la familia Contreras: sabrá que Sara ha muerto, y el marido vive al frente de una sus empresa, a la joven le quedan unas semanas de estancia en Alemania y tras unos esporádico encuentros que justifican la indiscutible introspección con que le narrador dota a su protagonista, acaba todo como ese proceso vivido a base de recuerdos y en los que la memoria se convierten en una episodio más de su propia historia personal, sobre todo cuando el pasado queda relegado finalmente. Y la realidad misma se convierte para él en un problema; o tal vez, son esas ideas acerca de la realidad las que le crean el problema, y solo cuando la afronta, de vuelta a Zaragoza, y dispuesto a coger un autobús a Guadalajara, entonces logrará comprender que puede empezar a vivir el momento.
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