Miguel Baquero
Galardonada con el VIII premio Logroño, la sexta novela del madrileño Montero Glez (1965) ahonda en su estilo característico, que en cierta ocasión dio en llamar “folklore cósmico”: una manera peculiar y muy genuina de narrar que le ha ganado gran número de adeptos y ha hecho de él un escritor con una voz propia, bien definida y reconocible, que al fin es una de las mayores aspiraciones de un escritor.
Ambientada en esta ocasión en los primeros años de la Transición, y con el fondo de las celebres películas, estilo El pico o Navajeros —hacia las que se suceden los homenajes— que en los 80 llegaron a convertirse en una auténtica subcultura quinqui y autóctona, Talco y bronce cuenta la historia de una banda de atracadores de medio pelo pero grandes ambiciones, liderada por el Chuqueli, que en un determinado momento consiguen hacerse con un buen montón de colorao, en lingotes de oro, tras al asalto a una joyería. A partir de ese momento, comienza un febril pulso entre la banda, que intenta vender lo robado, y la policía, al mando de un turbio inspector, de apellido Perkins, que trata de capturarlos, aunque bien pronto se advierte que sus intenciones no son, desde luego, todo lo limpias que se supone en unos agentes de la ley.
Apoyada en un uso magistral del argot de la época, y en un dominio apabullante de los diálogos —siempre frescos, espontáneos y naturales—, Talco y bronce está estructurada como un cristal roto en decena de pedazos, donde las situaciones del pasado se entrecruzan con las del presente novelístico, un recuerdo conduce a otro, y este a su vez remite a uno anterior, para volver en la página siguiente al momento de los hechos. Pero todo ello sin perder el hilo de la trama principal: el de la huida con el botín en lingotes. Una carrera que apenas da respiro al lector y a lo largo de la cual se nos muestran personajes tan bien construidos como el brutal inspector ya dicho, el joyero “chota” (chivato), el aristócrata de buenas maneras y las peores intenciones, los miembros de la banda que se observan entre sí, siempre dudando unos de otros…
Y para acabar de dar riqueza a la novela, al fondo de toda esta huida hacia ninguna parte late la historia de amor entre el jefe de la banda, y la Malata, apenas una niña a la que el Chuqueli ha enseñado a conducir para que le espere a la salida, montada en un coche con el motor en marcha y dispuesta a “salir de naja”.
Con toda la brutalidad, a veces, que conlleva una narración de este tipo, Talco y bronce es una novela que introduce de un empujón al lector en la trama y le mantiene suspenso de ella, como en un coche conducido a “toda pira” mientras en torno suenan las sirenas, hasta la misma última página, en un final que deja sin aliento.
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