Luis Manuel Ruiz
No existe objeto en el universo que de algún modo no contenga a todos los otros, y tanto más si se trata de un libro. Pero aunque todo libro se pueda leer como un atlas, esto es, una cartografía virtual del mundo completo que comienza más allá de las guardas, con sus selvas, y sus torres, y sus cuartos escondidos, y sus esferas y sus ángeles, hay algunos que se complacen en ser más cosmopolitas que otros. Los miembros de esta clase, los libros de mundo, son aquellos que, lejos de agotarse en ellos mismos, proponen a cada página una miríada de lecturas alternativas: otros libros distintos a los que asomarse, o ciudades que visitar, músicas a las que prestar el oído. Se trata de libros con un gusto por la digresión y por perderse en derroteros que les hacen amar cualquier cosa, detenerse con idéntico cariño y curiosidad ante la catedral y el cubo de la basura, el catedrático y el limpiabotas; libros múltiples, espejos de otros libros; centones que no se dejan atrapar por definiciones exactas y que abarcan todos los géneros y los desmienten en su anarquía: las Noches Áticas de Aulo Gelio, la Historia Natural de Plinio, la Commedia de Dante, los Essais de Montaigne, los volúmenes de Browne y Burton (Robert y Richard), la Silva de Varia Lección, del sevillano Pero Mexía, y el etcétera es demasiado largo para añadir una coma más.
Las obras de Ramón Andrés pertenecen todas a tan venerable tradición. Aunque su interés primario sea la música (no en vano nuestro prócer Muñoz Molina lo ha calificado de “Richard Taruskin español”), el material de que se nutren no se circunscribe ni mucho menos al pentagrama y sus alrededores: cuenta así en su haber con la inclasificable No sufrir compañía (2010), una antología de escritos místicos sobre el silencio, o esa Historia del suicidio en Occidente (2003) que explora ciertos recovecos de la heroicidad y el pesimismo y que salta, no sé si alegremente, de la historia de las religiones al arte poética y a la imagen, a veces distorsionada, que el hombre occidental se hace de sí mismo. Varias constantes se repiten en estos títulos de Andrés, y todos los otros (sus impecables monografías sobre Bach y Mozart, sus enciclopedias de instrumentos secretos y de conjuros mágicos, sus ediciones críticas de clásicos que se extraviaron): la erudición, entendida como un acopio infatigable de citas, de nombres, de obras que nos hacen comprender que el universo es aún más inmenso de lo que prometen los catálogos; la elegancia, un mérito mozartiano que podría sintetizarse en la elección de los temas y en su correcto desarrollo hacia un final acorde, sin estridencias, sin salidas de tono; las digresiones, las benditas digresiones y la modulación de los argumentos hacia tónicas más altas o más bajas que dota al conjunto de esa variedad en la que está el gusto; un idioma cuidado y terso, salpimentado con arcaísmos y expresiones de un extraño rigor. Todas esas virtudes, y alguna más de nuevo cuño, se hallan en su último producto, El luthier de Delft.
En este caso, el punto de partida es pictórico. En la National Gallery de Londres se conserva un paisaje del artista neerlandés Carel Fabritius titulado Vista de Delft: una composición en forma de panóptico, de perspectiva alterada, que resume en un solo punto de vista la Market velt, o plaza del mercado, de un modo que recuerda a nuestras modernísimas fotografías bastardas de 360 grados. En el rincón derecho del cuadro, se alinea un rebaño de pacíficas casas holandesas; en el opuesto, tras una celosía, un luthier con la mano colocada bajo el mentón ofrece sus productos, laúdes, violas, tiorbas, al cliente que tenga a bien detenerse ante su tienda. Esta escena es el átomo que Andrés elige para, multiplicándolo, diseccionándolo, aplicándole los métodos de la fusión y la fisión, en frío y en caliente, brindarnos todo un universo de seres singulares, resultados únicos tanto de la naturaleza como del arte. La figura de Fabritius sirve de pretexto a un recorrido detallista por la pintura holandesa de la época, pródiga en interiores de iglesias, salones con tapices, damas, traspatios; los juegos con la perspectiva nos introducen en los experimentos, tan en boga en su día, sobre óptica, espejos, linternas mágicas (que Jurgis Baltrusaitis presentó en su clásico Anamorphoses, de 1955), y a los que, impulsado por el auge de herramientas científicas como el telescopio y el microscopio, también se dedicó el pulidor de lentes Baruch Spinoza; y sobre todo: el material con que comercia el misterioso personaje del cuadro permite a Andrés abrumarnos de nuevo con su conocimiento caudal de la historia de la música, ofreciendo pormenores neuróticos sobre la madera empleada para elaborar guitarras o claves, el modo de extraer la mejor sonoridad a una viola da gamba, las costumbres interpretativas en el contexto de la época, el milagro nunca explicado que tiene lugar cuando alguien pulsa una melodía en una habitación vacía a medias.
Hay libros en los que uno querría vivir, a los que retirarse, como una cabaña en una ladera, para dejar atrás las estridencias del mundo. La Holanda que Ramón Andrés describe en estas páginas es uno de esos hogares: una burbuja de paz, aislada en la quietud perdida del intelecto y de la belleza, un delicado bibelot de cristal que hay que manejar con cuidado para que no se rompa. Un universo recogido en una cáscara de nuez: aquel en que la razón podía aspirar al infinito y la música era sinónimo de reconciliación de los contrarios.
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