Miguel Baquero
Cuando afronté la lectura de Actores sin papel, la nueva novela de José Marzo (Madrid, 1967), acababa de cerrar un libro de cuentos bastante elogiado por la crítica, elogiado, cabría decir, hasta un grado superlativo, pero que a mí, si soy sincero, me pareció efectista al máximo, basado en una sucesión de metáforas y comparaciones ingeniosas, algunas es cierto que brillantes, pero otras demasiado impostadas. Después, como digo, de este tránsito por un libro que se agotaba en una parafernalia preciosista, llegar a la puerta del supermercado Lidl donde transcurre la acción de Actores sin papel, un supermercado cualquiera a las afueras de cualquier ciudad de la actualidad, y encontrarme allí con Peter, uno de los protagonistas del libro, un emigrante nigeriano que vende La Farola, era como ser devuelto de una bofetada a la realidad… pero una bofetada que, a la postre, siempre es de agradecer.
Porque al menos quien esto suscribe está con Celaya cuando dijo aquello de que maldecía la poesía concebida como un lujo; uno también siente lo mismo dicho de la literatura en general. Quizás no llegue a tanto como a maldecir —o sí, quién sabe, en los días que está de mal humor— pero desde luego opina que los libros tienen que tener alguna conexión con la realidad; no se trata de construir barricadas ni de hacer llamamientos a las armas, nada de eso; se trata sencillamente de intentar penetrar directamente en el corazón del hombre de nuestro tiempo. Sin contentarse con la simple evasión o sin entretenerse en la floritura.
Ya sé que por todo esto, por pretender que lo que uno lee tenga algo de profundidad —siempre en el sentido de que ahonde en el pulso de nuestros días—, y por sostener que un libro es tanto más literario no cuanto más páginas ni más ventas ni siquiera más metáforas por renglón tenga, sino cuantas más verdades diga, a uno le miran raro y, en medio de la tómbola de lo ligero, lo superfluo y la lectura «de un tirón», es tenido por un soso y un aguafiestas.
Pero tampoco basta, en mi opinión, con describir literariamente la realidad si lo que acaba haciendo el autor es recitar todos los lugares comunes y pensamientos tópicos que alicatan nuestros días. Y ahora que he releído lo que llevo escrito, admito que, de inicio, aquello de la puerta del supermercado y el inmigrante vendiendo La Farola suena a recurso fácil y trillado de denuncia social, y que ese solo cuadro de presentación puede retraer a un lector temeroso del infantilismo y la simpleza que sobrevenga después. Pero si no lo he dicho al principio lo digo ahora: José Marzo es un escritor con la suficiente autenticidad, buen gusto y asimismo oficio, curtido en casi una decena de novelas, como para despeñarse por la ramplonería. Lejos de ello, los personajes de esta su nueva novela no son ni arquetipos de una idea fácil ni individuos de una pieza, sino seres humanos que se contradicen a veces, que actúan de forma inconveniente, que dudan, que tienen miedo, que se hacen daño… Esa gente con la que nos cruzamos por la calle y que parece haber sido expulsada de los libros para meter en su lugar a mago, brujos, dragones, o asesinos múltiples.
Decía Pascal que estamos hechos de la misma materia que las estrellas; y tal vez por esto el hombre, en sí, sin más, es —o debe ser— un espectáculo literario inagotable. Por fortuna, aún quedan escritores como José Marzo que aspiran a captar este pulso, renunciando seguramente al encadenamiento de metáforas o a la explotación, cual petardo, de una anécdota con final sorprendente que sin duda, y por la mera calidad de su escritura, le reportaría mucha mayor repercusión en la literatura actual.
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