Care Santos
La última novela del mexicano Álvaro Enrigue, por la que resultó merecedor del último premio Herralde, parte de un planteamiento atrevido: el pintor italiano Caravaggio y el poeta español Francisco de Quevedo disputan en Roma un partido de tenis con el que saldan pendencias y arrojos anteriores. Quevedo empieza ganando, el público apuesta a su favor, corre el dinero, hay algunos espectadores muy especiales entre los asistentes (a los que vamos conociendo poco a poco) y todo ello sirve al autor de pretexto para desplegar hacia todos los lados una trama que se apoya en la disputa, pero sólo de refilón, para explicar muchas otras cosas: desde el destino de la melena que Ana Bolena se amputó justo antes de ser decapitada hasta los estúpidos arrebatos españoles durante la llamada conquista del Nuevo Mundo. Por estas páginas campan Hernán Cortés, su amante la Malinche, Moctezuma, varios papas, varias furcias y una gran diversidad de personal surgido de la época de los descubrimientos y de los movimientos contrarreformistas de la iglesia. Además, claro está, de los dos contendientes.
Se da también un interesante culto a los objetos, a través de los cuales todo parece hacerse más tangible. Este interés de Enrigue por ellos se subraya en algunos añadidos a la narración, en que se aportan definiciones históricas de ciertos utensilios muy empleados en este tenis arcaico, de la pella a la pala. Aunque los utensilios que con el argumento se crecen como un bizcocho metido al horno son otros: el juego de pellas únicas, vendidas a precios exorbitantes; un escapulario fabricado con el pelo de un muerto imperial o un bonete tejido gracias a un material inédito en el Viejo Continente, que asusta tanto como deslumbra.
Se da también un interesante culto a los objetos, a través de los cuales todo parece hacerse más tangible. Este interés de Enrigue por ellos se subraya en algunos añadidos a la narración, en que se aportan definiciones históricas de ciertos utensilios muy empleados en este tenis arcaico, de la pella a la pala. Aunque los utensilios que con el argumento se crecen como un bizcocho metido al horno son otros: el juego de pellas únicas, vendidas a precios exorbitantes; un escapulario fabricado con el pelo de un muerto imperial o un bonete tejido gracias a un material inédito en el Viejo Continente, que asusta tanto como deslumbra.
La novela maravilla por el alarde de recursos que hace su autor, por el modo en que la voz del narrador se inmiscuye en lo que está contando, por el dominio del lenguaje. Y también por el artificio, por la trampa. A medida que se avanza en la lectura, una ya se da cuenta de que lo que Enrigue pretende contar no tiene nada que ver con el partido de tenis inicial. Lo que cuenta es mucho más universal y terrible. Lo dice el propio novelista, en una de esas intervenciones de su propia voz: «No sé, mientras lo escribo, sobre qué es este libro. Qué cuenta. No es exactamente sobre un partido de tenis. Tampoco es un libro sobre la lenta y misteriosa integración de América a lo que llamamos con desorientación obscena 'el mundo occidental' (...). Tal vez sea un libro que se trata solamente de cómo se podría contar este libro, tal vez todos los libros se traten sólo de eso. Un libro con vaivenes, como un juego de tenis». (páginas 200-201). Termina, sin embargo, con una conclusión esclarecedora: «Sé que lo escribí muy enojado porque los malos siempre ganan. Tal vez todos los libros se escriben sólo porque los malos juegan con ventaja y esto es insoportable» (página 202).
Tal vez en esto de la literatura también los malos jueguen con ventaja. Está claro que Enrigue es de los buenos y esta novela lo demuestra con creces.
Tal vez en esto de la literatura también los malos jueguen con ventaja. Está claro que Enrigue es de los buenos y esta novela lo demuestra con creces.
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