Pedro M. Domene
Sherwood Anderson fue —en palabras de William Faulkner— el padre de toda una generación de escritores a la que pertenezco. Calificado como el escritor de la simplicidad y de la sinceridad, ambas características definen la vida y la literatura de este singular exponente de principios del siglo XX, admirado por la denominada “generación perdida”, cuya visión intimista de la vida le proporcionó la estupenda acogida del público lector durante décadas, sin olvidar que Anderson ofrece, además, un efecto innovador en sus relatos que abre la posibilidad de un modernismo en la América más tradicional y conservadora. Mientras en Europa sufría ese proceso natural de cambio tras las vanguardias, y se encaminaba a trabajar en conceptos de percepción y de lenguaje, América hundida en una profunda crisis tan solo veía un proceso de transformación en una sociedad que se alejaba de los presupuestos calvinistas más rurales y sus críticas se orientaban hacia actitudes psicológicas como ocurre en la novela, Main Street (1920), de Sinclair Lewis o Winesburg, Ohio (1919), del propio Anderson.
Literariamente hablando, los 20 fueron de un conservadurismo atroz, aunque la industrialización y comercialización creciente propiciaría un desarrollo considerable de la cultura y de las letras. La “Era del Jazz” considerada una isla del hedonismo y del materialismo tan incontenido como incontrolado que desembocaría en el Crack de 1929, y cuanto supuso en Norteamérica entre los aspectos morales y económicos que más tarde plasmarían en sus obras escritores de distintas generaciones.
Sherwood Anderson (Camden, Ohio, 1876 - Colón, Panamá, 1941) forma parte de la tradición emersoniana y whitmaniana, las leyendas del Medio Oeste, las tradiciones patrióticas, o las lecturas de Melville y Borrow y por edad y adscripción literaria pertenece a la llama “escuela de Chicago” o “Renacimiento de Chicago” que incluye a Theodore Dreiser, Edgar Lee Masters, Carl Sanburg, Sinclair Lewis y Ernest Hemingway. Los primeros pasos literarios de Anderson se centran en una amplia mirada sobre el naturalismo del XIX y más adelante en el modernismo del XX, modelos culturales que contribuyeron a un sentido determinista de la economía, que en América supuso un crecimiento industrial y financiero, y por otra parte el desarrollo de pensamientos filosóficos que provocarían una concienciación de clase que denunciaría la explotación del sistema y la deshumanización de las relaciones humanas que pronto provocaron una reacción en autores como J. T. Farell, Upton Sinclair y John Steinbeck y con su literatura denunciaron la corrupción política y el cinismo financiero.
Un austero y escalofriante viaje por la soledad nos hace partícipes de los problemas cotidianos a que se enfrentan los personajes de Anderson, vistos desde un prisma o punto de vista interior, y en sus cuentos el paisaje rural de fondo conforma esa identificación con el mundo exterior, la fuerza de la naturaleza que en sus cuentos se convierte en una cualidad del pensamiento para salir del alienación a que se ven abocadas sus vidas. Los trece relatos que componen, La chica de Nueva Inglaterra (2013), en su mayor parte inéditos en castellano y extraídos de la obra El triunfo del huevo (1921), nos muestran lo mejor de Anderson, un haz de sentimientos complejos, conformados con un estilo sencillo y frente a un conformismo social de época. Sus historias se pueblan de ternura por los personajes que se asoman a sus páginas, que en cierta manera parecen inmersos en la violencia de la industrialización americana, y se convierten en almas desconcertadas que deambulan por este mundo de una manera fugaz e imprevisible. Muestra, en la mayoría de sus cuentos, una visión compasiva de la humanidad y siente especial interés por las clases más desfavorecidas: mujeres, niños, ancianos, minorías y, sobre todo los negros. Aunque muchos de ellos aparecen como seres anodinos, tan conformistas como obsesivos, y en la mayoría de estos relatos dan voz a rostros deseosos de que alguien cuente algo sobre sus intrascendentes vidas. Ellos se convierten en los antihéroes de una existencia que se muestran con total crudeza, sin paliativos y a la vez conmovedora. Actúan libremente, ajenos al autor, y en muchas ocasiones las historias no terminan felizmente. Dominan sus textos las elipsis, posee un extraordinario oído para captar los ritmos y los susurros que proporcionan las características de un lenguaje expreso de variados registros que subrayan la ingenuidad de los conflictos que abordan los personajes y, además, de una manera sana y vital como debe entenderse en un buen relato. Destacar, en este volumen, un puñado de pequeñas obras maestras: “Quiero saber por qué”, “La otra mujer”, “El huevo”, o “La chica de Nueva Inglaterra”, que da título al conjunto, porque en todos ellos los narradores protagonistas se sinceran, y afirman tanto lo que dicen, como lo que ocultan. Se exponen ante el lector con una ingenuidad conmovedora, y se anteponen delante sus historias aunque no sepan exactamente qué es lo que revelan con ellas.
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