Fernando Ángel Moreno
Alberto García-Teresa es doctor en poesía española contemporánea, especializado en lírica social. Pero también es poeta, con libros traducidos a varios idiomas. Sus versos son directos y limpios, como su visión del compromiso político en realidades como las que vivimos en Europa. Entre sus libros, siento especial simpatía por Peripecias de la brigada poética en el reino de los autómatas, compuesto por pequeños textos en prosa que mezclan surrealismo, literatura del absurdo y un inmenso amor por la unión entre vida y literatura.
Sin embargo, publica ahora esta revolucionaria antología de microrrelatos de terror. Conserva en cada uno de ellos la tradición del género, con elementos tan poco prescindibles como la necesidad de la intertextualidad para recoger todo el sentido, la sorpresa final y el humor negro.
No obstante, su gran propuesta recae en el trabajo de la palabra. Toda la economía de adjetivos que exhibe en sus poemas, paradójicamente, es desechada aquí en beneficio de una elección calculada de cada término con el fin de crear lo más importante: la atmósfera intimista del horror, la sombra que debe partir de la palabra malsana al alma del lector. Se trata de abrir esa visión terrible del mundo que todos poseemos y que negamos, un reconocimiento de nuestra enfermedad interior. Es aquí donde aparece su formación filológica, sin traicionar la espontaneidad de la frase. Sin abusar de adjetivación, introduce un lirismo melancólico peculiar, sin concesión alguna a la sensibilidad del lector. Así la presencia del horror y del mal en el mundo forman parte de la existencia. Con ello se nos invita a aceptarlo con cierto encanto malsano.
En realidad forma parte de una larga tradición, que fructificó especialmente en España hace unos años con las antologías Paura, centrada en buscar más que el susto o el espanto brusco un miedo hacia la persona amada, hacia lo cotidiano, hacia el objeto familiar.
Poeta comprometido, Alberto García-Teresa obtiene además un extraño equilibrio con esta idea. Más aún que en su poesía, consigue desarrollar mensajes concienciadores y críticos sin renunciar a que la ficción explote por sí misma. Se pueden leer, primero, como cuentos de horror sobre el dolor en el mundo; ejercicios de estilo o de denuncia, después.
Entre los muchos recursos y motivos, el maltrato al propio cuerpo es uno de los más recreados, además de la biblioteca, los libros, el crimen y el poder. De ese maltrato se puede deducir siempre una agresión contra la identidad acomodada en sí misma, sea a través de la maldad, sea —como defendía Heidegger— a través del aburrimiento de uno mismo. En este sentido, el propio individuo se retuerce dentro de los ataques de la realidad física, con efecto brutal en su realidad interior.
A pesar de todo ello, invito a leerlos no como pequeños chistes más o menos macabros —fáciles y familiares en ocasiones—, sino como una visión de la alienación en el mundo, a través de fragmentos como los fogonazos de "Caminantes" o "Palabras". Como ejemplo, con permiso del autor, transcribo "La compositora":
Componía melodías de sueños, y las cedía a cambio de escuchar las pesadillas de los transeúntes, que eran la materia prima de su música. Y es que las angustias de cada persona resultan el material que más fácilmente puede ser retorcido para convertirse en deseo.
Por citar algunos de los que me han gustado y orientar así esta crítica, cito "La espera", "Escaparate", "Flirteo", "Regresión" o el extraordinario "El viajero".
Todo ello está acompañado de una edición mimada, con una presentación idónea para el impacto del microrrelato. El formato alargado para conceder protagonismo a la página, pero elevar el microrrelato por encima del vacío de ésta, es una propuesta que puede funcionar muy bien.
En resumen, la propuesta de Amargord no solo nos permite conocer a un buen microrrelator y a disfrutar de él, pese a las irregularidades propias de toda antología. También aporta interesantes maneras de presentar el horror.
"La herida"
La herida de su brazo crecía día tras día, como una grieta en su piel. Al principio, acudió asustado al hospital, pero nadie supo darle una respuesta ni tampoco detener el proceso.
Transcurridos unos días, en los que la herida se había abierto varios centímetros más, mientras jugueteaba con varias monedas, en un tropiezo, una de ellas se coló dentro de la abertura. Atónito, comprobó que no había sentido ningún dolor, y también que pudo extraerla sin molestias.
Probó a continuación con otros pequeños objetos, y observó que no existía ninguna complicación. Prosiguió entonces con elementos más grandes y, de esta manera, descubrió que parecía no tener fondo su brazo y que solo le bastaba con introducir sus dedos para recuperar todo aquello que insertaba.
De esta manera, llegó a guardar a través de la herida una caja de cerillas, un reloj de cuerda, los dos volúmenes de las obras completas de Nicanor Parra y hasta a su gato persa.
Ayer, metió su pie izquierdo. Esta tarde, ansioso, introducirá su cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario