José Morella
Confieso que el último libro que pedí a los administradores de este blog lo elegí, en parte, por su brevedad. Poco más de cien páginas que interferían lo mínimo posible en mi repleta agenda del verano. Pero claro, tampoco era cualquier libro: una sátira sobre Mussolini escrita por Curzio Malaparte. Me lo pensaba zampar en una o dos tardes, disfrutándolo mucho. Una mañana llegó por correo un paquete que no cabía dentro del buzón. La cartera tuvo que llamarme por el interfono para que bajara a buscarlo. Eso no podía ser Malaparte. Sería otra cosa, pensé, alguna compra compulsiva online hecha en estado catatónico o algo parecido. Y vaya tochazo. Con 10000 de esos te haces una casa y que les den a los bancos. 1175 páginas. Era El plantador de tabaco, de John Barth. Alguien se había equivocado, claro: o en La Tormenta o en Sexto Piso. Nada, nada, me dije: lo devuelvo y santas pascuas. Pero luego lo abrí, claro. Sólo era para echarle un vistazo al prólogo. Es de Eduardo Lago y es fantástico, como lo es su traducción, cuyo elogio necesitaría una reseña aparte tan larga como esta. Cuando quise darme cuenta, iba ya por la página 100.
La novela cuenta la historia de Ebenezer Cooke, personaje real del que apenas se sabe que escribió un poema a Maryland y que quiso ser el primer poeta que cantara las alabanzas de la nueva provincia del Imperio Británico en el nuevo continente. Entremezclada en el fabuloso torrente de historias y aventuras disparatadas, delirantes y sobre todo escatológicas en las que participan Ebenezer y el resto de personajes, se nos ofrece también una revisión del origen mitológico de los Estados Unidos.
Creo que el valor del libro se nutre de la tensión entre la tremenda fuerza de las ideas expuestas por Barth y la parodia de la que él mismo lo va bañando todo: esas mismas ideas, su evidente talento y el vigor narrativo de su prosa quedan a ratos apagados y a ratos iluminados por la parodia. Es un texto postmoderno al que se ve la tramoya narrativa todo el rato. De hecho, Barth es autor de influyentes ensayos sobre la postmodernidad (como The literature of exhaustion) en los que habla sobre el fin del realismo literario. Como muy acertadamente señala Lago en el prólogo, A Barth le interesa más lo que ocurre en el terreno de la lectura que el carácter de lo escrito. De qué modo el lector digiere, por ejemplo, la burla de los grandes mitos nacionales sobre la conquista americana. Barth se da el lujo de atribuir el nacimiento de los Estados Unidos a algo tan supuestamente indigno como la pornografía. Sí, exacto: el capitán John Smith salvó el pellejo a cambio de regalar pornografía de la época a los nativos que iban a matarlo. Ese proto-porno es el lubricante que favorece la violencia conquistadora de los blancos. Esta sola idea da para decenas de artículos y tesis universitarias de esas que no se lee nadie jamás. Los salvajes, pues, son igual de degenerados que quienes los conquistan. Todos nos igualamos en la lascivia y los deseos más abyectos y escatológicos. En cuanto se nos pone alguien a tiro —parece decir el texto—, perdemos el mundo de vista: lo más sagrado, nuestras tierras, nuestra cultura, nada queda a salvo. Esta visión negativa de la pornografía puede molestar a más de uno, pero hay que comprender que cuando Barth escribía no se hablaba aún del postporno. No quiero estropearle al lector nada, así que sólo diré que la Pocahontas y el John Smith de El plantador de tabaco no se parecen en nada a los de Disney. La palabra que me viene a la cabeza es “cachondos”. Son definitivamente unos cachondos. Todo el libro está lleno de chistes verdes y escatológicos. La expansión de Europa y la evangelización del nuevo mundo se deja en manos de la gente más deleznable que uno pueda imaginarse. De hecho, parece por momentos que ese traspaso de defectos e indignidades no sea el carácter de la conquista o la forma de hacerla, sino la conquista misma. Conquistar es literalmente violar, insultar, engañar, ensuciar, montar a hombres y mujeres, cagar, mear, poseer, agredir.
Tampoco está nada mal que la marylandíada o poema a las tierras nuevas de Maryland la desee escribir un neurótico pelagatos, un niño de familia rica mimado y culto que sabe de todo pero que no sabe de nada, incapaz de cualquier decisión en la vida por pequeña que sea. Un niño grande y pedante que se proclama poeta y virgen para siempre, y que cree que la virginidad es la clave de su fuerza creativa. Su obra triunfa precisamente porque nadie es capaz de creerse tal ingenuidad, y todo el mundo la interpreta como paródica. Su éxito le certifica como gran tonto: no ha entendido nada. Es la parodia dentro de la parodia.
El personaje clave en la novela es Henry Burlingame, tutor de Ebenezer y su hermana melliza Anna cuando ambos eran niños. Va entrando y saliendo de la vida del poeta virgen, y por momentos parece que la controla como un marionetista a su títere. En su juventud, para poder medrar en el mundillo académico londinense, Burlingame flirteó con dos viejos profesores universitarios pedófilos, ambos salidos como el pico de una plancha, que se enamoraron de él y a los que les sacó lo que quiso: son nada menos que Isaac Newton y Henry More. Barth no respeta nada, y eso nos gusta mucho. Burlingame es el el arquetipo de personaje postmoderno en tanto que, igual que les pasa a los dos venerables científicos, los lectores no podemos fiarnos de él en absoluto. Nos dice de todo y no nos dice nada. Representa lo literario mismo, la magia de lo dicho pero también de lo sugerido, de todo aquello que las historias señalan sin contarlo. Burlingame sostiene, por ejemplo, que lo mejor que puede enseñar un profesor es algo sobre lo que no tenga la más mínima idea: "Elige algo que tengas un gran interés por aprender e inmediatamente proclámate erudito en la materia", le aconseja a Ebenezer. Lo valioso no es que nos explique que la barrera entre enseñar y aprender es arbitraria y se cruza todo el tiempo desde los dos lados. Eso ya lo sabemos. Burlingame dice algo más: dice que hay que mentir. El profesor que no sabe nada podría ser perfectamente el político de cualquier tendencia que nos habla de libertad de mercado o de igualdad de clases: no tiene ni idea de lo que dice, pero lo que dice sostiene completos sistemas políticos y económicos. Ese dejar ver la mentira —la arbitrariedad, mejor dicho— es lo típico postmoderno en el texto. Barth sería, si es que eso existe, un postmoderno de pura cepa.
Tengo que reconocer que a ratos me aburrí y leí en diagonal. Ha sido una buena forma de refrescar esa habilidad. Creo que la novela sería redonda de ser más corta. Me acordé de Neguijón, de Fernando Iwasaki, que comparte cierta manera de revisar los mitos del pasado desde una ironía estructural, pero imponiendo menos trabas a la lectura. De todas formas, para nada puedo decir que no me haya gustado. El humor a veces finísimo y casi siempre procaz y guarro, y sobre todo esa forma de ser un artefacto raro del que resulta difícil emitir juicios coherentes, o siquiera juicios, valen sin duda la pena. Si alguien tiene veinte horitas sueltas con las que no sabe qué hacer y quiere una experiencia potente, gamberra y algo rara que recuerda al Quijote y a Tristram Shandy pero a la vez no se parece a nada, este es su libro. Gracias por a Sexto Piso, a la Tormenta o a quien sea por el error, o sea, quiero decir, por el descubrimiento.
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