Pilar Adón
William Morris (1834-1896) ha quedado para la mayoría de nosotros como el diseñador de telas y tapices del que podemos comprar postales cada vez que ponemos un pie en el Victoria & Albert Museum de Londres. Un esteta minucioso y maestro de las artes decorativas. Pero para sus contemporáneos fue, ante todo, un poeta y un pensador de tintes renacentistas que tuvo la mala fortuna de ir a vivir en un tiempo cuyo espíritu aborrecía: el de la Inglaterra que coincidió con el apogeo del orden capitalista. Hijo de la revolución industrial, Morris despreciaba la frialdad y la crueldad del sistema económico de su época (que, en sus propias palabras, amenazaba con destruir «la belleza de la vida») y abogó por la búsqueda de la perfección y por un auténtico disfrute de la existencia por medio de una reciprocidad social al estilo de los gremios de artesanos de la Edad Media. Quiso huir del arte elitista, trascendente, y ennoblecer la grandeza del trabajo diario. De este modo, junto con otros miembros de la hermandad prerrafaelita, como Dante Gabriel Rossetti y Edward Burne-Jones, fundó una empresa inspirada en las técnicas de las artes y los oficios de la época medieval, en la que primarían, sobre las frías prácticas industriales, unas relaciones laborales armoniosas basadas en los principios del trabajo artesanal. La idea de crear esta empresa de artes decorativas surgió de manera espontánea cuando Morris contrajo matrimonio con la serena y elegante Jane Burden, musa de los prerrafaelitas, y tuvo que decorar la casa que construyó para ella: su Red House. Más tarde, se haría con la titularidad exclusiva de la sociedad y sus trabajos tendrían un enorme éxito entre la alta burguesía, hecho que produjo en él un sentimiento de profunda contradicción interna, pues sus principales clientes eran justamente aquellos a los que despreciaba por ignorantes e irresponsables y a los que, precisamente, había querido enfrentarse con la creación de esa misma empresa.
Morris ensalzó con vehemencia unos valores opuestos a los que imperaban en su época. Sus opiniones políticas viraron hacia posturas que propugnaban la creación de un socialismo en el que poder llevar a la práctica su sueño de una vida distinta, en la que primaran la armonía frente a la competencia, la colaboración frente al aplastamiento. Y en estos aspectos de índole más política y económica, no tanto estética, inciden las tres conferencias que se reúnen en este volumen y que fueron pronunciadas en los años 1883 y 1884. Unos textos de un vigor y una actualidad sorprendentes, que parecen haber sido escritos por un contemporáneo nuestro, tal es su vigencia. Donde Morris veía miseria, oponía a ella la nobleza del trabajo. Donde primaba el capitalismo industrial, propugnaba valores de igualdad. Donde observaba fealdad, insistía en el derecho de todos los hombres a la belleza. Contrario a la hipocresía de un sistema de producción que consideraba vulgar y esclavizante, a su fundamento y desarrollo, y muy influido por las teorías del crítico y esteta John Ruskin, Morris se convirtió en un auténtico agitador que sostenía que la única manera de llegar a la revolución socialista era «haciendo socialistas». De modo que, llevado por la certeza de que su sistema era realizable y en ningún caso utópico, se dedicó personalmente a la educación y formación de sus conciudadanos. Buen ejemplo de ello lo encontramos en estas tres conferencias que ahora publica Pepitas de calabaza.
En ellas se nos habla de los inicios de un mal que ha derivado en la situación que conocemos tan bien en la actualidad: la búsqueda del máximo beneficio a cualquier precio. También de la competencia como un estado de guerra en el que se busca el lucro propio a costa del perjuicio de los demás; de los vicios de la especialización en el trabajo que hace que, cuando un puesto se pierde, el trabajador no tenga los conocimientos necesarios para ocupar otro; de la suciedad y el feísmo imperante en las ciudades; del poco cuidado que se presta al entorno; del miedo a los cambios drásticos… No obstante, Morris no se limita a enumerar problemas: también sugiere soluciones prefigurando, por ejemplo, la creación de un sistema similar al del mercado común europeo, en el que «todas las naciones civilizadas formaran una gran comunidad, acordando en común todo lo referente a la calidad y cantidad de producción y de distribución necesarias; ocupándose de producir los bienes allí donde mejor pudieran ser producidos e impidiendo el despilfarro por todos los medios».
En este brillante volumen, cuya pertinencia es indudable, se nos habla asimismo del amor innato del hombre por la belleza, de la eterna vocación de felicidad que posee el espíritu humano, del arte como «ayuda y solaz en la vida diaria», de la preponderancia del individuo frente a las máquinas y de que el auténtico progreso solo se puede alcanzar en armonía con la naturaleza. Esta idea de Morris acerca de volver la mirada hacia soluciones más naturales y menos industrializadas y de considerar que el hombre forma parte del espacio natural y no del tecnológico es, en realidad, relativamente joven, pero el mundo se ha transformado a tal velocidad, nos hemos convencido de tal manera de que el beneficio y la rentabilidad mandan, que hoy se nos puede antojar no ya una utopía, sino un absurdo, volver los ojos hacia semejantes planteamientos.
No quiero dejar de hacer mención al elaborado trabajo preliminar de Estela Schindel y a la traducción y notas de Federico Corriente, que facilitan la lectura de este magnífico libro sobre el trabajo, sobre cómo considerarlo y sobre cómo enfrentarnos al imperio que ejerce en nuestras vidas. En esta época que parece haberse olvidado de la belleza y de las humanidades para centrarse en las omnipresentes diosas de la economía y la política, es necesario leer a Morris y descubrir, de manos de un autor del siglo XIX, cómo vivimos y cómo podríamos vivir en el siglo XXI.
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