Miguel Baquero
Pocas épocas ha habido más agitadas, turbulentas y apasionantes, al fin, para los historiadores que los años intermedios del siglo I a.C. en la vieja Roma en la que, por aquel entonces, estaba dando sus últimos coletazos la republica. Es la época de la conjuración de Catilina, del encumbramiento de Cicerón; los años en que Julio César ha marchado a la Galia a dar inicio a su eterna fama y a planear la conquista del poder; los días en que en una tumultuosa Roma se pelean con las tácticas más sucias, y a menudo en combates callejeros de porras y espadas, los “plebeyos” contra los “patricios”, armados aquellos por Clodio y estos por Milón. Los días también en que por esas calles alborotadas pasea el joven poeta Catulo, muerto de amor por Clodia, la hermana del tribuno Clodio arriba citada, el jefe de los “plebeyos”.
En este marco histórico, ya de por si apasionante, es en el que la escritora Isabel Barceló sitúa esta su segunda novela histórica, La muchacha de Catulo, partiendo del supuesto más aceptado (aunque alguna vez se ha discutido, pero a fines novelísticos es perfectamente válido) de que aquella “Lesbia” protagonista de los versos del famoso poeta fuera, como se ha dicho, Clodia, mujer famosa entonces en la sociedad romana. Interpretando los poemas de Catulo que nos han llegado algo dispersos, nos narra entonces Barceló una historia, que, en su inicio, es de amor apasionado del escritor por la joven. Rechazado de pronto por ésta sin más razones que por mero aburrimiento, el sentimiento del poeta hacia Clodia se transforma al momento en un odio brutal, inmenso, que lo acaba consumiendo, aunque, para beneficio de la poesía, lo mejor y lo que ha hecho eternos los versos de Catulo sean estos del final de su vida en que desprecia, insulta, veja repetidas veces a una mujer (sea “Lesbia”, en efecto, Clodia, o sea otra) a la que, sin embargo, no puede dejar de amar. Tanto así que acaba consumiéndose por ella… o eso cuenta Barceló, porque también hay dudas sobre la fecha exacta y el modo en concreto en que murió Catulo. Pero de nuevo, y en lo que cuenta al interés novelístico, la cronología y la lógica que ha establecido la autora es perfectamente válida.
Al hilo de esta historia, breve en su tratamiento (apenas cien páginas) e inmensa en su escenario —Barceló construye una Roma de la época sencillamente prodigiosa, creíble de todo punto tanto por las actitudes, como por los personajes, como por los diálogos; una Roma que, lejos de las tramoyas ampulosas a que nos ha acostumbrado el cine, se nos presenta tal cual seguramente fuera por entonces: un pueblo grande, sí, pero pueblo donde todos se conocían, murmuraban y se movían por cotorreos de vecindad—; al hilo, decía, de esta historia, la autora nos pinta a Clodia, la muchacha amada por Catulo, como una mujer que hace gala de su libertad —lo que en aquellos días era casi revolucionario— para elegir o dejar al hombre que le apetezca, para disponer de su vida sin sujetarse a los convencionalismos, para amar o dejar de amar sin necesidad de explicaciones. Lo cual lo defiende Clodia de una forma “intelectualizada”, meditada, consciente de que con ello está rompiendo una barrera, “asumida” una actitud heroica…
Lo cual seguramente no fuese verdad. Quiero decir, las crónicas difusas (y distorsionadas, lo más probable, por intereses familiares: recordemos que Roma sería entonces no más que un gigantesco patio de vecinos) que nos han llegado de la época nos pintan a Clodia como una libertina que dicen que envenenó a su marido, que se rumorea que se acostó con no sé cuántos, que era borracha, desvergonzada… Exagerado todo, es de creer, pero lo cierto es que Clodia, obrara como obrase, en ningún momento lo haría de forma meditada, consciente de estar defendiendo una postura, de estar sosteniendo unas ideas, sino sencillamente siguiendo su natural.
Esa sería la verdad, estoy por decir que indudable, pero para una novela (para una buena novela como ésta) carece de importancia la verdad: Andrómaca seguramente sería una insensata, Fedra una caprichosa, Helena una tontorrona, Medea una simple psicópata descerebrada… Son los grandes escritores que han tratado sobre ellas los que, tergiversándolas, exagerándolas, las han hecho paradigmáticas. Y eso es lo que importa a la literatura. Y Barceló, realmente, ha escrito una muy meritoria novela (por lo concisa, por lo ágil, por lo documentada) y se ha ganado el derecho de hacer a su Clodia representante de las mujeres que huyen de los yugos amorosos.
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