Pedro M. Domene
La vinculación de Ignacio Agustí (1913-1974) al franquismo, su condición catalanista y, además, su empeño en convertirse en el autor de una única saga novelesca que triunfó especialmente en la postguerra, una pentalogía, La ceniza fue árbol (1943-1972), llevada al cine y a la televisión, sirvió a estudiosos y críticos para relegar su figura a medida que las décadas iban avanzando y el ejercicio del poder del dictador se perdía en aras de una sociedad más democrática y abierta a una Europa más plural y menos conservadora.
Ignacio Agustí, de familia burguesa, se convirtió muy pronto en una promesa de la literatura catalana y empezó escribiendo poemas -El veler (1932)- y la novela breve, Diagonal (1935), aunque, pese a su moderación de buen catalán y de ciertas ideas liberales, le llevaría a apostar por un bando “nacional” donde ubicar su sentimiento catalanista al lado de amigos tan influyentes como Dionisio Ridruejo, Eugenio d´Ors, Vergés, el editor, o el más ferviente defensor de la causa, Josep Pla. Artífice de grandes empresas como la revista Destino o la puesta en marcha de la editorial, del mismo nombre, con la emblemática colección Ánfora y Delfín o el Premio Nadal, incluso cuando ya su fama y su poder habían sufrido los reveses de la oficialidad e incluso el favor de los amigos, su talante le convirtió en editor y dueño de la librería Argos de Barcelona, aunque tampoco este fuera su mejor proyecto y que, como tantos otros, terminase en bancarrota. Sus continuos problemas económicos, incluso psíquicos, le llevaban a apartarse largas temporadas de una virulenta sociedad que no acaba de entender el propio escritor por esa curiosa dualidad con que entendía su vida, una Cataluña muy catalana y a la vez española, aunque nunca mermó su antigua y sincera amistad juvenil con un poeta de un extremismo antifranquista, como fue Salvador Espriu, alguien que, a su vez, siempre consideró a Agustí como un válido y excelente narrador en castellano, dueño de una fortaleza expresiva, y de una gran calidad literaria, y de la misma manera ensalzó su particular visión de una Barcelona cosmopolita de finales del XIX y el relato de toda una saga familiar a lo largo del comienzo del XX.
La biografía de Sergi Doria, Ignacio Agustí, el árbol y la ceniza (2013), ofrece una visión, bastante clarividente, de la situación política y social que vivió el Agustí que debía abrirse camino, y ofrece en sus páginas una abundante y fidedigna documentación que pone tanto al biografiado como al resto de familiares, amigos y enemigos del escritor, en su sitio, sin que haya que leer acritud alguna entrelíneas, aunque sí el menoscabo de una sociedad exigente que, sin duda, nunca entendió los valores o los propósitos de un Agustí que, una vez transcurridos esos temibles años de posguerra, pretendió edificar con su ímprobo esfuerzo una reconciliación y acercar la sociedad catalana a un Madrid centralizado aunque para ello tuviera que diversificar sus fuerzas y granjearse el desprecio de unos y otros.
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