Fernando Sánchez Calvo
Cuando un lector entra en una novela histórica sabe que va a emprender un viaje de ida que, si está bien escrito y retratado, se convertirá también en un viaje de vuelta, es decir, devolverá al lector la sensación de haber estado de verdad, de haber vivido realmente aquellos años, aquella parcela del tiempo que el autor en cuestión se ha aventurado a rescatar. Quizás por eso Feliciano Páez-Camino, porque lo ha hecho bastante bien, ha preferido titular las dos partes de este libro editado por Huerga y Fierro como “estampas” (de ida y vuelta) y no como “viajes”, porque no se ha limitado a brindarnos un recorrido por el eje cronológico que abarca desde el nacimiento de la Segunda República Española hasta los años 60 del tardo-franquismo, sino que entre la figura de Carlos (hijo de españoles republicanos exiliados en Argelia que desde el prisma de la infancia y del paria extranjero vive los turbulentos años de la descolonización francesa) y la de su padre Andrés (maestro durante la II República que ve cómo en un abrir y cerrar de ojos, y parafraseando a Azaña, los horrores de la tiranía vencen a los errores de la democracia) estira toda una serie de acontecimientos diarios, concretos, conocidos en algunas ocasiones, anónimos e intrahistóricos tal y como los quería Unamuno en otras, que trascienden la acumulación de datos y fechas para tejer un tapiz más o menos representativo de aquellos años. Es lo mínimo que se le puede pedir a una novela histórica. En ese caso el primer supuesto está conseguido. Si a dicho dibujo y color sumamos además que el autor también fue hijo de un exiliado republicano en Argelia y que su tesis doctoral versó sobre las relaciones hispano-francesas durante la República, obtenemos el segundo ingrediente indispensable para este género, en este caso por partida doble: el conocimiento experiencial y académico.
El lector que se adentre En el sabor del tiempo y, sobre todo, los lectores que nacimos después de la discutida Transición y para los que el temario de Historia siempre se detenía justo en 1931, comprenderemos por qué Victoria Kent no quiso que votaran las mujeres una vez conseguido el sufragio femenino, cómo ciudades como Málaga vivieron una república bastante distinta a la de Madrid, cuál es la razón para que exista una ley universal que garantice que siempre haya un oprimido por razones políticas y religiosas, por qué un pied-noir menospreciaba a un españolito hijo de exiliados de la misma manera que un metropolitano francés menospreciaba a un pied-noir, por qué la figura del maestro fue tan potenciada y respetada en una época determinada, cómo el sueño de la libertad y la pesadilla de la opresión ocupa espacios tan distintos como España o África, por qué razón fracasó esa Edad de Plata en nuestro país y por qué muchos no supieron ver que a la segunda tampoco iba a ir la vencida. Todas estas preguntas y otras, pasadas muchas veces por el tamiz de la nostalgia y la decepción, convierten a no pocas partes del libro en una crónica sentimental, lo cual a un servidor no le importa para nada, pues no estamos hablando de historia, sino de novela, la hermana gemela que amplía desde el corazón el esqueleto que se encarga de levantar la Historia.
Es evidente y estúpido mencionar de qué parte está el autor. Ha sido también valiente al ser crítico con la propia izquierda y calificar así desde el narrador omnisciente a hermanos políticos del Socialismo: «Ello contribuyó, junto con la libertad de movimientos que permitía el régimen republicano, a afirmar la presencia del anarquismo, cuyo seductor discurso, simple y mesiánico, venía ya siendo seña de identidad de un amplio sector de las clases populares malagueñas». Mi desconocimiento medio sobre aquella época y tema me impide decir si ha sido en ese sentido reduccionista o no. Otros testimonios como los del cantautor Chicho Sánchez Ferlosio (hijo del falangista Rafael Sánchez Mazas), me han educado en otra visión más positiva del anarquismo en España. Lo que importa, como dice la canción, es que «ganaron las derechas, por partirse las izquierdas». Lo que importa es que, como decía en su día Javier Cercas contra aquellos que manifiestan su tedio y odio hacia las novelas que abarcan esos años, la Guerra Civil, la República y sus consecuencias son para los españoles como para los americanos el “western”. La Guerra Civil es nuestro “western”, nuestro género, el que explica cómo somos. Todo lo que de momento no se soluciona desde la parte política, nos los tienen que explicar historiadores y novelistas como Feliciano Páez-Camino.
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