Victoria R. Gil
Dos años después de que La señal y otros relatos nos devolviera a uno de los mejores cuentistas de la literatura rusa, injustamente olvidado en nuestro país, la editorial Contraseña publica otro libro de relatos de Vsévolod Garshin de la mano de la misma traductora, Sara Gutiérrez, y con el crítico literario José Carlos Mainer firmando de nuevo un prólogo que nos asoma a la figura de este autor de vida tan breve como su obra, e igual de intensa.
Las seis narraciones de este volumen comparten honestidad y pasión con las que conocimos entonces y abundan en esa responsabilidad moral que impregna la obra de Garshin y la de todo un siglo literario como ha habido pocos, el XIX ruso, que escribió contra la ignorancia y el abuso de los poderosos. Ese compromiso se cobró un precio muy alto y no sólo por el trágico final del propio Garshin. Se lamentaba Rosa Luxemburgo en su prólogo a la obra de Vladimir Korolenko, que “en ningún otro país existió tan elevada tasa de mortalidad juvenil entre los representantes más prominentes de la literatura como en Rusia. Morían por docenas, en la flor de su juventud, los más jóvenes a los veinticinco o veintisiete años, los más viejos a los cuarenta, por ejecución o por suicidio -directo o disimulado tras un duelo-, algunos por demencia y otros por agotamiento prematuro”.
Así murieron Lermontov, Pushkin, Gogol, Chéjov… Y así murió Garshin, un poco por todos esos motivos a la vez: demencia, agotamiento premauturo y suicidio, después de escribir un puñado de cuentos, en absoluto «imparciales ante el caos», ya que, como creía el autor ruso, «jamás el arte podía cifrarse en la almibarada reproducción de un bello paisaje primaveral, sino en el reflejo del dolor del mundo del trabajo de los humildes». En palabras de Mainer, «los descubridores europeos de las letras rusas del siglo XIX se admiraron enormemente de la inocencia generosa de los autores y de su profundo sentido moral, poco amigo de las complejidades, los refinamientos y la ambigüedad que aquejaban a las letras posrománticas occidentales».
Es quizás la conjunción de esa responsabilidad personal por la que siempre se sintió obligado Vsévolod Garshin a escribir al servicio del bien y de su propio carácter maniaco-depresivo lo que proporciona a su obra el ímpetu y la franqueza que llegan intactos hasta nosotros, como el afán moralizador que los inspiró.
Es cierto que algunos de estos relatos sentenciosos puden parecernos simples e ingenuos, acostumbrados a demasiadas moralejas. Tal vez “La leyenda del orgulloso Aggueie” y la drástica conversión de su tirano protagonista en un humilde siervo de Dios no nos conmueva ya. Pero seguro que sonreímos con la fábula “Lo que no ocurrió”, donde resulta que el tamaño sí importa en la vida animal de una granja, o nos compadecemos de esa palmera, “Attalea princep”, cuando descubre que lograr los deseos se parece más a una maldición que a un premio. Tampoco podremos evitar un escalofrío y algún respingo con esa otra narración, “De las memorias del soldado Ivanov”, desprovista de toda herocidad, sudorosa y absurda, donde los soldados se arrastran por las trincheras de una batalla que no entienden y no les importa, pero que seguramente acabará con ellos, aunque tengan la suerte de sobrevivir a las balas.
La participación del propio Garshin en la guerra le pondrá en contacto con lo más violento y mezquino del ser humano; nacido bajo la autocracia zarista, será testigo además de las desigualdades sociales de la época. Impresionado por todo ello y forzado por su conciencia a combatir las injusticias, escribirá desde la rabia y el dolor, con la desesperación de quien no entiende el mundo que le rodea ni las decisiones de quienes lo habitan. Ese desarraigo respecto a los otros, que recuerda un poco el extrañamiento del Meursault de Camus, se aprecia en el relato que abre esta antología, “Una novela muy breve”, donde ni la farsa ni la ironía logran ocultar el disparate en que puede convertirse a veces la vida y lo ajenos a ella que nos podemos llegar a sentir.
“Los osos”, el texto que da título al volumen, responde a los postulados del romanticismo literario que exalta las tradiciones nacionales y el folclore. La libertad que representan zíngaros y gitanos choca con la realidad burocrática de un país que arrasa con su pasado sin miramientos y sin saber con qué futuro lo sustituirá.
Vsévolod Garshin no llegó a ver ese futuro. Se suicidió a los 33 años, acaso por un trastorno bipolar heredado que limitaba sus opciones de ser feliz o debido a la pulsión trágica de un artista insatisfecho. Quizás, sólo cansado de una lucha tan desigual como la que se había impuesto contra la maldad del mundo.
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