Ángeles Prieto Barba
Poco y mal se conoce, como viene siendo queja habitual y justificada de Arturo Pérez Reverte, nuestro Siglo de Oro. Un siglo que no se corresponde exactamente con los cien años que componen el siglo XVII, sino que empezaría en 1580 con la anexión o unión con Portugal y terminaría en 1680, bajo el reinado de Carlos II, sumidos ya en la decadencia, el claro desgobierno y la crisis económica. Cien años que debemos conocer porque definen todo lo que somos ahora: el feroz individualismo, nuestras grandezas espirituales y artísticas, las diferencias geográficas actuales. Pues bien, uno de los grandes conocedores de este Siglo de Oro, el estudioso que nos hizo abrir los ojos y comprender, libre de mitologías y aspavientos, temas tan delicados como la Inquisición, don Bartolomé Bennassar, es el autor de esta deslumbrante biografía sobre Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.
Un Bartolomé Bennassar que también es novelista y que a sus 83 años, tras toda una vida en la que nos proporcionó brillantes estudios, presentes en todas las universidades españolas, nos brinda este regalo, a la vez ameno y erudito, cargado de información, para que conozcamos qué elementos sociales y culturales sirvieron de forja a uno de los grandes pintores de la Historia. Ese Velázquez cuya obra todos conocemos en líneas generales, y de la que Bennassar en modo alguno evita hablar, aunque sin entrar en aspectos técnicos o pictóricos que no son de su competencia. Porque este es un estudio de historia social y con mayúsculas.
Para empezar, Bennassar analiza el expediente necesario al que debió someterse Velázquez para conseguir el hábito de la Orden de Santiago, ese que podemos contemplar en las Meninas y que atestigua su nobleza. Proceso que duró más de cuatro meses y en el que participaron unos 150 testigos para garantizar que fue hijo legítimo, que sus padres y abuelos fueron hidalgos y libres de sangre judía o mora, así como exentos de toda condena por el Santo Oficio, pero también que no ejercieron oficios “viles y mecánicos”, requisito que el propio Velázquez, al haber sido pintor con taller propio, ni él mismo cumplía. Eran otros tiempos que conviene analizar, para darnos cuenta de hasta qué punto el progreso o ascenso social estaba vedado a la mayoría. Y cómo Velázquez no sólo pintó y ascendió por méritos más que evidentes, sino que también consiguió cierto respeto de sus contemporáneos hacia ese oficio suyo, “vil y mecánico” porque necesitaba emplear las manos, para empezar a concebirlo tal y como lo vemos ahora: como una de las más nobles y bellas artes con las que el ser humano puede expresarse.
Con este libro nos adentrarnos en una vida apasionante. Porque Velázquez siempre supo rodearse de amigos que le beneficiaron. En primer lugar su suegro Francisco Pacheco, principal impulsor de su carrera, deslumbrado ante su temprano talento. Más tarde el culto y expeditivo Conde-Duque de Olivares y finalmente Felipe IV, el rey Planeta, quien le encargó la decoración de su Alcázar. La espléndida Sevilla de sus inicios, dos fascinantes viajes a Italia, en el último de los cuales tuvo un hijo secreto y Madrid, la capital de los Austrias, jalonan este periplo vital apasionante que podemos conocer sin que nos frene el tedio en ningún momento. El estilo cuidadoso y competente de Bennassar tiene mucho que ver en esto, porque arroja luz potente sobre el pintor, sublime artista que refleja lo que fuimos y lo que somos.
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