Daniel Sánchez Pardos
La recuperación de las novelas de Edmund Crispin que la editorial Impedimenta inició en 2011 con La juguetería errante, y que ahora continúa con El canto del cisne, no sólo nos ha permitido descubrir a un peculiar e interesantísimo autor del que muchos no habíamos tenido noticia hasta ahora: también ha propiciado el regreso a las librerías de un cierto tipo de novela policíaca que en la actualidad se encuentra prácticamente extinguido, pero que en sus encarnaciones más logradas (y estas dos novelas de Crispin sin duda lo son) sigue conservando un encanto y un poder de seducción al que todavía muchos lectores somos incapaces de no sucumbir. En las novelas de Crispin no hay casi ninguno de los rasgos que hoy identificamos con la novela negra, y que vienen aportándole calado, ambición y seriedad al género desde los tiempos de Hammett y del american noir; y no los hay de una forma consciente y orgullosa. Las aventuras del detective aficionado Gervase Fen, profesor en Oxford y excéntrico militante, eluden por igual la psicología, el procedimiento policial, el periodismo, la intención política y el comentario social. Su realismo es satírico y deformante; sus personajes se definen por sus tics, su lenguaje y sus manías, y viven casi siempre instalados en el límite de la caricatura; sus misterios son problemas en el sentido más sherlockiano del término: excusas para el juego, el ejercicio y el disfrute de la mente del lector.
En El canto del cisne Edmund Crispin nos propone un crimen a puerta cerrada (o, más bien, a puerta entreabierta) que goza de todos los ingredientes imprescindibles de tan venerable subgénero: la imposibilidad manifiesta del hecho, los múltiples sospechosos, la profusión de detalles horarios y espaciales, las varias pistas irrelevantes o contradictorias y, quizá, también la solución imaginativa y un tanto improbable (pero razonablemente satisfactoria). La llegada a Oxford de una compañía operística que se dispone a representar por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial Los maestros cantores de Nuremberg, de Wagner, pone en marcha una cadena de rencillas personales y de malos presagios que acabarán derivando en la muerte del tenor principal, Edwin Shorthouse, un tipo combativo y molesto cuyo destino de cadáver prematuro no se nos oculta en ningún momento. El agradable ambiente musical por el que avanza el argumento urdido por Crispin dota a la novela de ciertas recurrencias temáticas y estilísticas que el autor, músico él mismo, dosifica con la misma sabiduría técnica con la que conduce ese espléndido artefacto verbal que es su libro. Y digo «verbal» porque, a diferencia de otras obras clásicas del género detectivesco de su mismo periodo, aquí el argumento, aun siendo en todo momento sólido y atrayente, importa menos que el estilo del autor: un estilo chispeante, socarrón y lleno de golpes de ingenio, sembrado de sorpresas y de buenas caídas puntuales en el absurdo, cien por cien britanico en todos los sentidos posibles. La voz de Edmund Crispin es el reflejo exacto de su personaje estrella: es entrañable, divertida, orgullosa y sumamente personal, y deja en la memoria del lector un agradable regusto que tarda en diluirse.
Un libro (un autor) totalmente recomendable.
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