Care Santos
Apuesto a que de pequeño Pablo Martín Sánchez era el empollón de la clase. Uno de esos niños odiosos que valen para todo, no cometen faltas de ortografía, se saben la tabla del ocho, son capaces de saltar el potro sin despeinarse y encima le caen bien hasta a los profesores más antipáticos porque tienen cara de angelitos. Extrapolo, o me invento todo esto, a la vista de lo que este catalán de 35 años hace hoy día: se le da bien el relato, como demostró en su anterior libro, FrIcciones, (EDA, 2011), el microcuento -género en el que aún es inédito pero, o mucho me equivoco, o pronto dejará de serlo, porque se le da realmente bien-, ha escrito una tesis sobre Queneau, Calvino y Perec y, encima, ahora se planta en las mesas de novedades con un novelón de 600 páginas que está levantando, con mucha razón, el entusiasmo de los lectores más exigentes. Y todo como quien no quiere la cosa, como de pequeño debía de saltar el potro y hasta el plinton. Aclaración: el pasado del autor acabo de inventármelo, pero su cara de angelito es cierta.
El anarquista que se llamaba como yo arranca con una anécdota completamente intrascendente: el autor se entretiene un buen día buscado su nombre en Google y tropieza con alguien que no es él a pesar de llevar su nombre y sus dos apellidos: un anarquista español implicado en una conspiración contra el dictador Primo de Rivera y condenado a morir a garrote vil en 1924. Intrigado, decide investigar quien fue ese otro Pablo Martín Sánchez. La novela narra una exhaustiva investigación tras los pasos de este homónimo escurridizo, del que apenas existen datos o, de exixtir, son erróneos o falsos. El autor recorre el norte de España, viaja a París, conoce los círculos en los que se movía su tocayo, rinde algunos homenajes, encuentra el momento -al cabo, 600 páginas dan para mucho- para recrearse en la época, sus personajes y sus novedades más llamativas. Así, lo que en un principio podría haberse resuelto en un artículo, termina convertido en un mundo. En manos de Martín Sánchez cualquier anécdota se convierte en materia novelesca, cualquier hecho histórico da para una disección pormenorizada, para una búsqueda maniática de los referentes, para una recreación que sumerge al lector en una trama bien urdida y bien resuelta, llena de momentos inolvidables, que la mano del autor cuenta con la seguridad de un escritor que llevara veinte años haciéndolo. En ese sentido, se me ocurre que Martín Sánchez ha empezado su carrera como novelista por el lugar en que muchos la terminan: por ofrecer una gran obra que demuestra su madurez y su modo de ver el mundo. Y también viene a mi cabeza cierta definición de novelista más o menos clásica: el novelista de verdad es aquel capaz de abrir la boca por un bostezo y a continuación escribir una novela para contarlo. Pues eso, ni más ni menos, hace Pablo Martín Sánchez.
El libro se cierra con una última sorpresa. Cuando ya todo parece dicho y el libro está en fase de últimas correcciones, el autor nos dice que recibe una carta anónima que desmiente el final que acaba de referirnos. Puede que el anarquista no muriera como se ha dicho, suicidándose justo cuando le conducían al patíbulo, sino mucho después. Es un giro inesperado, dickensiano, que llega en el último estertor. La razón nos dice que debemos creerlo si atendemos a la lógica de la novela y a nuestro papel como lectores. Sin embargo, es inevitable preguntarse de qué credibilidad goza alguien que ha dedicado varios años de su vida a estudiar a los mayores impostores de la literatura europea del siglo XX. Y, yendo aún más lejos, creo que debemos formularnos algunas preguntas más: ¿Funcionaría lo mismo esta historia sin las profusas citas auténticas que acompañan el texto? ¿Nos seduciría igual si las citas fueran falsas? ¿Y si lo fuera ese final? ¿Y si el autor nos hubiera mentido? ¿No es eso, al fin y al cabo, una novela, el permiso que le otorgamos a alguien para que nos mienta? Pues eso.
Pablo Martín Sánchez: "Un rigor mal entendido puede derivar en rigor mortis"
—Usted empieza su novela hablando del poder del azar en nuestras vidas. Pero al azar hay que saber escucharle, ¿no? ¿Cómo escucha usted al azar?
—Con suspicacia. El azar en la vida es estupendo, pero en la escritura es peligroso: puede funcionar muy bien como material literario, pero no como método de trabajo. Ya decía Italo Calvino aquello de que «la poesía es la gran enemiga del azar» y no puedo estar más de acuerdo: si me dan a elegir entre escribir un poema dadá y una sextina, elijo la sextina. En cualquier caso, al azar no hay que escucharlo, pues si te quedas escuchando corres el riesgo de no oír nada: el azar hay que provocarlo.
2 comentarios:
han destripado el final ? no me lo puedo creer ¡¡¡
Menos mal que me había leido el libro. Me parece de muy mal gusto los que contais los finales en vuestras reseñas. Creo que se puede comentar las obras sin destriparlas.
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