José Vaccaro Ruiz
Silva se mueve con comodidad con los personajes de la saga Bevilacqua. La novela, en primera persona, está dotada de un plus de proximidad e identificación del lector con el brigada de la Guardia Civil. A ello contribuye, tanto las reflexiones y diálogos que Bevilacqua va manteniendo consigo mismo –impensables si no fuera el narrador- como la visión unipersonal de toda la trama a través de sus ojos y sus oídos. En ese itinerario hacia y hasta llegar al desenlace, el autor obra con absoluta transparencia, alejado de las trampas u ocultaciones que con frecuencia llenan las novelas de intriga. Es algo que, no por obvio, debe ser remarcado porque muestra un diálogo limpio –honrado, sería la palabra adecuada- autor/lector, algo que por desgracia no abunda. Y ello sin que el ansia por devorar –literal y literariamente- la novela se resienta, muy al contrario.
Salvando las distancias, y sin que sea una crítica negativa para el escritor norteamericano (cada uno tiene su estilo, y hay gustos para todos), vale la pena contrastar La marca del meridiano con La caja negra de Michael Connelly, el último premio RBA. Lo que me interesa señalar como diferencia entre Bevilacqua y Bosch –los dos policías protagonistas-, extrapolado a la novela negra o policíaca española y a la americana es lo que sigue. En la nuestra, la propia de la Piel de Toro, y Lorenzo Silva es un ejemplo, destaca la humanidad sobre la técnica, la carne sobre la osamenta, la metafísica sobre la física. El acento de Silva está puesto, aparte de en la intriga, en los sentimientos personales de su protagonista principal en forma de digresiones-: Lo que le añade a un edificio el revoco de la fachada puede hacerlo más aparente a la vista, pero en modo alguno más sólido-. Incluso las referencias al sicoanálisis lacaniano-: Nunca nos atrae de alguien lo que ese alguien es, sino el reflejo que en la persona en cuestión atisbamos de una figura preexistente en nuestra psique-. Son guindas que a mi modo de ver enriquecen la novela y la subliman elevando las crestas de su encefalograma literario y ahondando sus simas, dando relieve a lo que de otra forma sería un plano duro y puro. Una planimetría bidimensional que nos conduce, cuando hablamos del libro de Connelly –su parte positiva, si se la quiere considerar así-, por una autopista plácida sin cambios de rasante y sin más accidentes ni mudanza en las marchas que la obligada por las casetas de peaje o las estaciones de servicio, al contrario de una carretera comarcal –La Marca del meridiano-, que nos obliga a tomar contacto con los pueblos que atravesamos y a poner segunda o primera, incluso a pararnos, en determinados sitios.
El título de la novela de Silva contiene una acotación política, no sé si correcta o incorrecta en estos tiempos en que todo se mide con pie de rey, una reflexión contenida en el texto y manifestada por él al recibir el Premio Planeta, que yo comparto plenamente. Por encima de los idiomas –catalán o castellano-, de cuerpos de policía –los Mossos o la Guardia Civil-, o de líneas imaginarias creadas artificialmente por el hombre –el propio meridiano de Greenwich que divide al mundo en dos hemisferios, o las fronteras entre países que lo parcelan como si fuera una urbanización de fin de semana-, el planeta Tierra es uno y continuo, como lo es el delito, la bondad o la maldad del hombre. Es un mensaje de solidaridad y universalidad que el autor nos lanza desde su novela con la palabra “marca” como hito y a la vez como advertencia, y que la RAE define como: señal hecha en una persona, animal o cosa para distinguirla de otra, o denotar calidad o pertenencia. Fijémonos en lo de calidad o pertenencia.
Quizás, quizás, quizás, como canta Nat King Cole –y aprovecho para señalar y levantar acta de las canciones y sus letras que Lorenzo incluye en su novela, otro elemento que la enriquece por lo que contiene de evocación-, hecho en falta en Chamorro, Lucía y el resto de féminas coprotagonistas, un punto de sexualidad debajo de ese uniforme de guardias civiles, un aggiornamiento de la mujer que, en la novela permanece y está anclada –creo- en la lucha por la competencia profesional con el hombre, en demostrar una capacitación que la atenaza, la encarcara -por emplear un término del hemisferio oriental- y la vuelve asexuada. Es ahí donde agradecería, apreciado Lorenzo Silva, un poco más de esa carnalidad con la que invistes a Bevilacqua, Arnau y compañía.
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